Miles de millones. Obra póstuma. Carl Sagan.

José Andrés Martínez García

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“En la vastedad del espacio y en la inmensidad del tiempo…”

Miles de millones. Obra póstuma, reúne una miscelánea de artículos, algunos de los cuales ya habían sido publicados con anterioridad pero que Carl Sagan consideró temas esenciales «en la antesala del milenio».

Entre ellos: la belleza de las matemáticas, la naturaleza del universo, la posibilidad de vida en otros planetas o lunas, los problemas medioambientales (con especial atención a la “emboscada” del calentamiento global), el comportamiento social, así como un repaso a la historia de un siglo XX -en el momento en que fue escrito- próximo a concluir.

Carl Sagan ha sido un ejemplo para varias generaciones de jóvenes. Un ejemplo de la defensa consecuente de la ciencia y la razón humanas frente a la superstición y el dogmatismo. Una lectura imprescindible por su rigor intelectual y ecuanimidad.

Del libro cito dos textos que muestran al ser humano. Del niño que fue, al hombre que ha de enfrentar el momento más difícil. El primer texto, sobre su infancia, se incluye al principio del capítulo Las reglas del Juego. El segundo es un fragmento del último capítulo, En el valle de las sombras, relato de la lucha contra la enfermedad que finalmente puso fin a su vida en diciembre de 1996.

En el año 2003 se publicó en la revista Skeptical Inquirer el artículo «Ann Druyan talks about Sciencie, Religion, Wonder, Awe…and Carl Sagan». Por su valor, reproduzco igualmente la parte final del mismo, un artículo que merece ser leído en su totalidad.

 

Recuerdo el final de un día largo y perfecto de 1939, una jornada que influyó vigorosamente en mi pensamiento, un día en que mis padres me llevaron a ver las maravillas de la Exposición Universal de Nueva York. Era tarde, muy pasada ya la hora de acostarse. Instalado firmemente sobre los hombros de mi padre, agarrado a sus orejas, con la presencia tranquilizadora de mi madre al lado, me volví para contemplar el gran Trylon y la Perisphere, los iconos arquitectónicos de la Exposición, bajo un trémulo resplandor azul pastel. Dejábamos atrás el futuro, el Mundo del Mañana, camino del metro. Cuando nos detuvimos para ordenar nuestros paquetes, mi padre empezó a hablar con un hombre de corta estatura y aspecto cansado que llevaba una bandeja colgada del cuello. Vendía lápices. Mi padre hurgó en la bolsa de papel pardo donde guardaba lo que nos había sobrado de la comida, sacó una manzana y se la entregó al hombre de los lápices. Yo dejé escapar un sonoro gemido. Por entonces no me gustaban las manzanas y había rechazado aquella tanto a la hora del almuerzo como en la cena. Sin embargo, yo tenía un interés de propietario en ella. Era mi manzana y mi padre acababa de dársela a un desconocido de extraña apariencia que, para más inri, me fulminaba ahora con la mirada. Aunque mi padre era una persona de paciencia y ternura casi ilimitadas, pude advertir que lo había decepcionado. Me alzó y abrazó con fuerza. Es un pobre vagabundo, sin trabajo —me dijo en voz baja para que el hombre no le oyese—. No ha comido en todo el día. Nosotros tenemos bastante. Podemos darle una manzana. Reflexioné, ahogué mis sollozos, eché otra ansiosa mirada al Mundo del Mañana y de buen talante me quedé dormido en sus brazos. Carl Sagan. Las reglas del Juego.

 

“Cuatro veces he visto ya a la muerte de frente. Y cuatro veces la muerte ha apartado su mirada y me ha dejado pasar. Evidentemente algún día la muerte me reclamará, como hace con todos nosotros. Es sólo cuestión de cuándo y de  cómo. He aprendido mucho de nuestras confrontaciones -especialmente sobre la belleza y la dulce intensidad de la vida, sobre el tesoro de los amigos y la familia, sobre el poder transformador del amor. De hecho, estar al borde de la muerte es una experiencia tan positiva y reforzadora del carácter que la recomendaría a todos -excepto, claro, por ese irreductible y esencial elemento de riesgo.

Me gustaría creer que cuando muera seguiré viviendo, que alguna parte de mí continuará pensando, sintiendo y recordando. Sin embargo, a pesar de lo mucho que quisiera creerlo  y a pesar de las antiguas y universales tradiciones culturales que afirman la existencia de la vida después de la muerte, no conozco nada que sugiera que esto no es sino un anhelo. Deseo realmente envejecer junto a mi mujer, Annie, a quien tanto quiero.

Deseo ver crecer a mis hijos pequeños y desempeñar un papel en el desarrollo de su carácter y de su intelecto. Deseo conocer a nietos todavía no concebidos. Hay problemas científicos de cuyo desenlace ansío ser testigo. Deseo saber cómo se resolverán algunas de las grandes tendencias de la historia humana, tanto esperanzadoras como inquietantes: los peligros y promesas de nuestra tecnología, la emancipación de las mujeres, la creciente ascensión política, económica y tecnológica de China, el vuelo interestelar…

De haber otra vida, fuera cual fuere el momento de mi muerte, podría satisfacer la mayor parte de estos deseos y anhelos; pero si la muerte es solo dormir, sin soñar ni despertar, se trata de una vana esperanza. Tal vez esta perspectiva me haya proporcionado una pequeña motivación adicional para seguir con vida. El mundo es tan exquisito, posee tanto amor y tanta hondura moral, que no hay razón para engañarnos con historias hermosas de las que hay poca evidencia confiable. Me parece mucho mejor, en nuestra vulnerabilidad, mirar a la muerte a los ojos y estar agradecidos todos los días por la breve pero magnífica oportunidad que la vida ofrece.

Junto al espejo frente al que me afeito, de manera que la veo todos los días, hay una tarjeta postal enmarcada. En la parte posterior se lee un mensaje escrito con lápiz dirigido a un tal James Day, de Swansea Valley, Gales. Dice: «Querido Amigo, Sólo una línea para mostrarte que estoy vivo y coleando y pasándomela a lo grande. Es una amenaza. Tuyo”. WJR

Está firmada con las iniciales, casi indescifrables, de alguien llamado William John Rogers. En la parte anterior hay una fotografía en color de un trasatlántico elegante con cuatro chimeneas bautizado White Star Liner Titanic. El matasellos fue impreso el día anterior del hundimiento del gran barco, donde se perdieron más de 1500 vidas, incluyendo la del señor Rogers.

Annie y yo colgamos la postal por una razón: sabemos que «pasárselo a lo grande» puede ser un  estado de lo más temporal e ilusorio. (…) Si había una lección que yo había aprendido muy bien era que el futuro es imprevisible.

Muchos me han preguntado cómo es posible enfrentar la muerte sin la certidumbre de una vida después de la vida. Sólo puedo decir que no ha sido un problema. Con mis reservas sobre las «almas débiles», comparto el punto de vista de uno de mis héroes, Albert Einstein:

 «No puedo concebir un dios que recompensa y castiga a sus criaturas o que tiene un tipo de voluntad como el que experimentamos nosotros. Tampoco puedo -ni quiero- concebir a un individuo que sobrevive a la muerte física. Dejemos a las almas débiles, por miedo o por absurdo egoísmo, atesorar tales pensamientos. Me satisface el misterio de la eternidad de la vida y el entrever la maravillosa estructura del mundo existente, junto al piadoso esfuerzo por comprender una porción, aunque sea diminuta, de la razón que se manifiesta en la naturaleza». Carl Sagan. En el valle de las sombras.

 

“… una vida maravillosa”.

“Cuando murió mi esposo, como era famoso y conocido por no ser creyente, mucha gente se me acercaba -todavía sucede a veces-, para preguntarme si Carl cambió al final y se convirtió a la creencia en una vida futura. También frecuentemente me preguntan si creo que le volveré a ver. Carl enfrentó su muerte con un coraje inquebrantable y nunca buscó refugio en las ilusiones. La tragedia fue que los dos sabíamos que nunca nos volveríamos a ver. No espero volver a reunirme con Carl.  Pero lo maravilloso es que mientras estuvimos juntos, durante casi 20 años, vivimos con una apreciación intensa de lo breve que es la vida y lo preciosa que es. Nunca trivializamos el significado de la muerte fingiendo que era algo más que una separación definitiva. Cada momento que estuvimos vivos y estuvimos juntos fue milagroso, pero no en el sentido de inexplicable o sobrenatural. Sabíamos que éramos beneficiarios del azar… Que el azar puro haya sido tan generoso y tan amable, que nos pudiéramos encontrar, como Carl escribió tan bellamente en «Cosmos», ya saben, “en la inmensidad del espacio y la inmensidad del tiempo”… que hayamos podido estar juntos durante veinte años. Eso es algo que me sostiene y lo que para mí tiene más significado… la forma en que me trató y en que lo traté, la forma en la que nos cuidábamos el uno al otro y a nuestra familia mientras vivió. Esto es mucho más importante que la idea de que lo volveré a ver algún día. No creo que vuelva a ver a Carl nunca más. Pero lo vi. Nos vimos el uno al otro. Nos encontramos el uno al otro en el cosmos, y eso fue maravilloso».  Ann Druyan.

 

Bibliografía:

Sagan, Carl (2000). Miles de millones. Obra póstuma. Barcelona: B.S.A.

Skeptical Inquirer, «Ann Druyan Talks About Science, Religion, Wonder, Awe…and Carl Sagan«, Volumen 27.6, Noviembre/Diciembre (2003).

Disponible en: https://skepticalinquirer.org/2003/11/ann-druyan-talks-about-science-religion-wonder-awe-and-carl-sagan/

La ciencia: una luz en la oscuridad. A propósito del libro de Carl Sagan El mundo y sus demonios.

Sagan

Este terror, pues, y estas tinieblas del espíritu, necesario es que las disipen no los rayos del sol ni los lúcidos dardos del día, sino la contemplación de la naturaleza y la ciencia. (Lucrecio. De rerum natura, I, 146-148)

Hay libros iniciáticos. En mi juventud me causaron una fuerte impresión las obras de Bertrand Russell. Recuerdo, en particular, La perspectiva científica que leí en una edición de Sarpe traducida por Manuel Sacristán Luzón. El conocimiento es una tarea que necesita de su andamiaje.

Este libro, que Carl Sagan dedica a su nieto (Te deseo un mundo libre de demonios), debería ser lectura obligada para los jóvenes. Son momentos cruciales del desarrollo personal en los que uno ha de dotarse de las herramientas intelectuales con las que intentará más tarde comprender e interpretar el mundo.

Volver sobre la exitosa serie documental Cosmos y recordar, por ejemplo, aquel soberbio capítulo en el que Carl Sagan se pasea por la costa del mar Egeo resulta emocionante. Explica en qué consistió la llamada “aproximación al conocimiento de los jónicos”, la primera escuela filosófica que defendió que las leyes y fuerzas de la naturaleza (y no los dioses) son responsables del orden y de la existencia del universo.

“Durante miles de años los hombres estuvieron oprimidos -como lo están todavía algunos- por la idea de que el universo es una marioneta cuyos hilos manejan un dios o dioses, no vistos e inescrutables. Hace 2.500 años hubo en Jonia un glorioso despertar: se produjo en Samos y en las demás colonias griegas que crecieron entre las islas y ensenadas del mar Egeo oriental. Aparecieron personas que creían que todo estaba  hecho de átomos, que los seres humanos y los demás animales procedían de formas más simples; que las enfermedades no eran causadas por demonios o dioses; que la Tierra no era más que un planeta que giraba alrededor del Sol. Y que las estrellas estaban muy lejos de nosotros. Esta revolución creó el Cosmos del Caos”. Carl Sagan.

Convencido de que es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad, Sagan lleva a cabo una lúcida defensa del método científico. Método que, aunque en ocasiones pueda parecer indigesto y espeso, es mucho más importante que los descubrimientos mismos.La ciencia es mucho más que un cuerpo de conocimiento. Es una forma de pensar, una forma escéptica de interrogar al universo con pleno entendimiento de la falibilidad humana”, afirma Carl Sagan.

El necesario escepticismo.

¿Qué es el escepticismo? Una herramienta metodológica. La duda frente a la falta de evidencia. No es un fin en sí mismo. René Descartes escribió: “No imité a los escépticos que dudan sólo por dudar y simulan estar siempre indecisos; al contrario, mi intención era llegar a una certeza, y excavar el polvo y la arena hasta llegar a la roca o la arcilla de debajo”.

Ahora bien, las herramientas del escepticismo deben estar al alcance de todos los ciudadanos, porque “los seres humanos tenemos verdadero talento para engañarnos a nosotros mismos” y porque “nuestra política, economía, publicidad y religiones (nuevas y viejas) están inundadas de credulidad”, advierte Sagan.

Hay que desconfiar de aquello en lo que está fuertemente involucrado el propio interés, las pasiones, los prejuicios o el llamado gusto por lo maravilloso. Por la sencilla razón de que tendemos a creer lo que queremos que sea cierto. Bertrand Russell advertía de que «la mente de los más razonables de entre nosotros puede ser comparada con  un mar tormentoso de convicciones apasionadas, basadas en el deseo; sobre ese mar flotan arriesgadamente unos cuantos botes pequeñitos que transportan un cargamento de creencias demostradas científicamente».

Carl Sagan dedica todo un capítulo a facilitar aquellas herramientas que puedan ser útiles en lo que considera la “sutil tarea de detección permanente de camelos”. Así, advierte sobre los sesgos cognitivos a los que estamos expuestos y sobre las falacias lógicas y retóricas más habituales. Este es un aspecto al que se debería prestar más atención en la enseñanza de la filosofía, centrada con demasiada frecuencia en un anodino resumen histórico de doctrinas.

Una de las lecciones más importantes de la psicología cognitiva es que, si uno está sometido a un engaño durante demasiado tiempo, tiende a rechazar cualquier prueba de que es un engaño. Resulta más fácil engañar que convencer a alguien de que ha sido engañado. Buscamos argumentos que apuntalan nuestros deseos mientras desatendemos las pruebas que se oponen a ellos. Recibimos favorablemente lo que concuerda, resistimos con desagrado lo que contradice. Y esta es una información relevante sobre nosotros mismos que no conviene olvidar.

¿Cómo hay que aplicar ese escepticismo científico? Con sensibilidad. Sin arrogancia, sin dogmatismo, sin despreciar los sentimientos y creencias profundas de los otros. Ser beligerante frente a las supersticiones pero “templando la crítica con la amabilidad”.

Entre otras cosas, porque este asunto no puede estudiarse solo en términos de una deriva irracional y anticientífica (que lo es) sino desde un punto de vista antropológico, con referencia a los contextos ideológicos, históricos y culturales. Hay que entender que nos encontramos ante personas o grupos sociales que, a través de sus creencias, expresan conflictos, dilemas e identidades.

Las supersticiones y la pseudociencia.

Las religiones han sido la fuente más notable de superstición de la historia de la Humanidad. El temor a las cosas invisibles o a aquello que no entendemos fue la semilla natural de esas religiones.

La historia de todo lo referente a la demonología cristiana es escalofriante y no puede desconocerse. Desde el principio del cristianismo -recuerda Sagan- se pretendió que los demonios eran mucho más que una mera metáfora poética del mal en el corazón de los hombres.

La obsesión por los demonios alcanzó cotas difíciles de superar en la bula del papa Inocencio VIII (1484). Se puso en marcha la acusación, tortura y ejecución sistemática de “brujas” por toda Europa. Duró varios siglos. Eran culpables de lo que san Agustín había descrito como “una asociación criminal con el mundo oculto”. Las persecuciones fueron principalmente de mujeres.

El conocido libro Martillo de Brujas (Malleus maleficarum), escrito a petición del Papa, es uno de los libros más aterradores de la historia humana. Si una mujer era acusada de brujería, era bruja. Contenía un manual para torturadores. En un ejercicio de salvaje misoginia fueron quemadas legiones de mujeres en la hoguera.

Desde luego, la brujería no era la única ofensa merecedora de tortura y quema en la hoguera. La herejía era un delito más grave todavía, y tanto católicos como protestantes la castigaron sin piedad.

¿Cosa del pasado? En nuestra época es normal encontrar brujas y diablos en los cuentos infantiles, la Iglesia católica y otras Iglesias siguen practicando exorcismos y “los defensores de algún culto todavía denuncian como brujería las prácticas rituales de otro”, apunta Sagan.

Por otro lado, la huida al mundo de la pseudociencia es hoy un fenómeno sociológico de primer orden. En muchos aspectos guarda similitud con la religión, hasta el punto de que algunas son un sustituto de ésta. La mentalidad de buena parte de la sociedad moderna muestra cómo, asombrosamente, el siglo XXI puede convivir con el siglo XIII.

La ciencia origina una sensación de prodigio pero la pseudociencia también y con frecuencia la ignorancia engendra más confianza que el conocimiento. Muchas pseudociencias explotan el innegable poder emocional de sus fantasías.

A lo largo de la historia se han asociado la curas milagrosas a una amplia variedad de curanderos, reales o imaginarios. Carl Sagan recuerda la historia del llamado “toque real”. La escrófula (un tipo de tuberculosis) se llamaba en Inglaterra el “mal del rey” y se suponía que solo podía ser curada por la mano del rey. Las víctimas guardaban cola pacientemente para que el rey las tocara; “el monarca se sometía brevemente a otra pesada obligación de su alto cargo y -aunque no parece que curara a nadie- la práctica duró siglos”. El uso político de esta farsa es evidente: se buscaba dar legitimación al poder real, especialmente al comienzo de cada reinado.

Sobran los ejemplos y no merece la pena extenderse en ellos. Cada época tiene su locura particular.

Tiene razón Mario Bunge cuando afirma que «la difusión de la superstición, la pseudociencia y la anticiencia son fenómenos psicosociales importantes, dignos de ser investigados de forma científica y, tal vez, hasta de ser utilizados como indicadores del estado de salud de una cultura”.

La pseudociencia se debe combatir como pensamiento mágico. Se beneficia de la masiva difusión de cultura basura y de la insuficiente enseñanza de la ciencia. Para criticarla no basta con señalar que carece de apoyo empírico. Es preciso demostrar que tales creencias son contradictorias con teorías científicas sólidamente establecidas o principios filosóficos fértiles.

En ocasiones estas tendencias anticientíficas son respuestas “neuróticas” (en el sentido de distorsión del pensamiento racional) fruto de una reacción mal orientada, pero explicable, a los desastres de la tecnociencia. Algunas pseudociencias atraen de este modo a quienes se rebelan contra el orden social establecido. Sus seguidores no saben que, para cambiarlo, valen más los estudios científicos que las creencias infundadas.

Enseñar la ciencia.

Vivimos en una sociedad dependiente de la ciencia y la tecnología, en la cual prácticamente nadie sabe nada acerca de la ciencia o la tecnología. El mensaje del libro es claro en este aspecto: debe combatirse el analfabetismo científico, potenciar el pensamiento escéptico y formar en el método científico.

“No explicar la ciencia me parece perverso. Nos priva de un derecho. Se erosiona la confianza en ella”, escribe Sagan. Insiste: “Rechazo la idea de que la ciencia sea secreta por naturaleza. Su cultura y su carácter distintivo, por muy buenas razones, son colectivos, colaboradores y comunicativos”. También: “En todos los usos de la ciencia es insuficiente -y ciertamente peligroso- producir solo un sacerdocio pequeño, altamente competente y bien recompensado, de profesionales”.

Es preciso reconocer que la enseñanza de la ciencia se hace demasiado a menudo de manera incompetente y en un lenguaje arcano. En general, es una enseñanza poco inspiradora. No se da importancia al descubrimiento. Se enseña simplemente conocimiento acumulado. Y no se hace la crónica de los errores.

La ciencia es algo demasiado importante como para que no forme parte de la cultura popular.

Las pseudociencias y la falacia “ad hominem”.

La pseudociencia gusta especialmente del argumento “ad hominem”. Falacias de este tipo se usan frecuentemente para minar la credibilidad en la ciencia. De este modo, se pretende poner en tela de juicio o dar por establecida la falsedad de un descubrimiento o de una teoría usando como prueba la biografía del autor; es decir, desacreditando en algún aspecto a la persona.

Aquí es preciso reproducir la cita de Sagan extensamente por su gran interés:

Los posmodernos han criticado la astronomía de Kepler porque surgió de sus puntos de vista religiosos monoteístas medievales; la biología evolutiva de Darwin por estar motivada por un deseo de perpetuar los privilegios de la clase social de la que procedía o bien para justificar su supuesto ateísmo previo. Algunas de esas denuncias son ciertas. Otras no. Pero ¿qué importan las tendencias o predisposiciones emocionales que los científicos introducen en sus estudios siempre que sean escrupulosamente honestos y otras personas con proclividades diferentes comprueben sus resultados? Presumiblemente, nadie argüirá que el punto de vista conservador de la suma de 14 y 27 difiere del punto de vista liberal (…). Algunos historiadores critican a Isaac Newton: se dice que rechazaba la posición filosófica de Descartes porque podía desafiar la religión convencional y llevar al caos social y al ateísmo. Estas críticas sólo demuestran que los científicos son humanos. Desde luego, es interesante para el historiador de las ideas ver cómo se vio afectado Newton por las corrientes intelectuales de su época, pero tiene poco que ver con la verdad de sus proposiciones (…). Se ha manifestado horror ante la descripción de Darwin sobre «la baja moralidad de los salvajes… sus insuficientes poderes de razonamiento… [su] débil poder de autodominio». Pero no me parece que hubiera ningún rastro de racismo en el comentario de Darwin. Aludía a los habitantes de Tierra del Fuego, que sufrían una escasez agobiante en la provincia más estéril y antártica de la Argentina. Cuando describió a una mujer sudamericana de origen africano que prefirió la muerte a someterse a la esclavitud, anotó que sólo el prejuicio nos impedía ver su desafío a la misma luz heroica que concederíamos a un acto similar de la orgullosa matrona de una familia noble romana. Él mismo casi fue expulsado del Beagle por el capitán Fitz Roy por su oposición militante al racismo del capitán. Darwin estaba por encima de la mayoría de sus contemporáneos en este aspecto. Pero, en fin, aunque no fuera así, ¿en qué afecta eso a la verdad o falsedad de la selección natural? (…). Sí, se puede dar la vuelta a la perspicacia de Darwin y usarla de modo grotesco: magnates de voracidad insaciable pueden explicar sus prácticas de cortar cabezas apelando al darwinismo social; los nazis y otros racistas pueden alegar la «supervivencia del más apto» para justificar el genocidio. Pero Darwin no hizo a John D. Rockefeller ni a Adolf Hitler. La avaricia, la revolución industrial, el sistema de libre empresa y la corrupción del gobierno por los adinerados son más adecuados para explicar el capitalismo del siglo XIX”.

Defender la ciencia no es defender la industria ni sacralizar la tecnología.

La ciencia no es idolatría. También existe el fraude y sobra decir que es del máximo interés desenmascararlo. El método científico debe usarse para distinguir los ídolos falsos de los auténticos.

“La cultura comercial está llena de informaciones erróneas a expensas del consumidor. No se espera que preguntemos. No piense. Compre. Las recomendaciones (pagadas) de productos, especialmente por parte de expertos reales o supuestos, constituye una avalancha constante de engaños… Ello revela que los científicos también son capaces de mentir por dinero”, escribe Sagan.

El libro refiere algunos ejemplos: las maniobras de ocultación de los daños a la capa de ozono por Du Pont Corporation debido a productos de freón (1974), las maniobras de la industria tabaquera en relación al consumo de cigarrillos (desde que en 1953 empezaron a publicarse artículos sobre los efectos del tabaco), la supuesta superioridad de un grupo étnico o género sobre otro a partir de las medidas del cerebro o los tests de coeficiente intelectual y un largo etcétera.

Un tema especialmente grave es la complicidad con la industria militar. Para Sagan resulta paradigmático el papel jugado por el físico Edward Teller, que ha pasado a la historia como el “padre” de la bomba de hidrógeno. Teller tuvo asimismo una influencia decisiva para impedir la firma de tratados que prohibieran las pruebas de armas nucleares y fue quien “vendió” al presidente Ronald Reagan la idea de la “guerra de las galaxias” (la llamada iniciativa de defensa estratégica). La ciencia mercenaria o ciencia a sueldo se desentiende de las consecuencias morales o incluso opera a sabiendas de que los resultados se utilizarán para fines perversos.

Los hombres que se dedican a la ciencia son seres humanos y, como tales, gustan de complacer a los ricos y poderosos. Algunos, sin rastro alguno de pesar moral. Sagan escribe: “los científicos también son responsables de tecnologías mortales: a veces las inventan a propósito, a veces por no mostrar la suficiente cautela ante efectos secundarios no previstos. Pero también son los científicos los que, en la mayoría de estos casos, nos han advertido del peligro”.

Desde Bacon la técnica se ha confundido con la ciencia: todo avance tecnológico importante en la historia de la especie humana -hasta la invención de las herramientas de piedra y el control de fuego- ha sido éticamente ambiguo. La barbarie técnica utiliza medios técnicos refinados para alcanzar metas bárbaras. Pero la ciencia también ha alertado, y debe seguir haciéndolo, de los riesgos que conllevan las tecnologías, especialmente para el medio ambiente global. Puede y debe ser un sistema de alarma.

Los científicos tienen una responsabilidad profunda en el mal uso de sus descubrimientos. Cuanto más poderosos son sus productos, mayor es su responsabilidad. La capacidad de hacer daño a una escala planetaria sin precedentes exige una ética emergente que debe ser establecida a una escala planetaria sin precedentes. “Creo que es tarea particular de los científicos alertar al público de los peligros posibles, especialmente de los que derivan de la ciencia o se pueden prevenir mediante la aplicación de la ciencia. Podría decirse que una misión así es profética”.

La cuestión social. Ser cultos para ser libres.

El libro no es ajeno a los problemas sociales. “Ann Druyan y yo venimos de familias que conocieron la pobreza. Pero nuestros padres eran lectores apasionados”, recuerda.

Analizando la figura de Frederick Douglass, antiguo esclavo y líder abolicionista, Sagan apunta cómo en los tiempos de la esclavitud había una prohibición reveladora: los esclavos debían seguir siendo analfabetos. En el sur de antes de la guerra, los blancos que enseñaban a leer a un esclavo recibían el castigo más severo.

Se comprende que Sagan ataque asimismo libros como The Bell Curve de Richard J. Herrnstein y Charles Murray, libros que defienden un abismo hereditario irreductible entre blancos y negros. La educación y la mala alimentación explican mucho más que los genes: “Cuando los niños no comen lo suficiente terminan con una disminución de la capacidad de entender y aprender («deterioro cognitivo»). Eso no sólo ocurre cuando el hambre es atroz. Puede suceder incluso con una ligera desnutrición: el tipo más común entre los pobres de Norteamérica. Eso puede ocurrir antes de que nazca el niño (si la madre no come lo suficiente), en la primera infancia o en la niñez. El cuerpo tiene que decidir cómo invertir los alimentos limitados de que dispone. Lo primero es la supervivencia. El crecimiento viene en segundo lugar. En esta criba nutritiva, el cuerpo parece obligado a colocar el aprendizaje en último lugar”.

La ciencia y la democracia comenzaron en el mismo tiempo y lugar: siglos VII-VI a.d.C. en Grecia. Para Sagan es preciso reivindicar la ciencia como instrumento de liberación humana, como baluarte de una sociedad libre. Para no dejarse engañar por embaucadores, para desenmascarar supercherías y para mantenerse libres de charlatanes, sean estos médicos, religiosos o políticos.

Una nueva “espiritualidad”.

La ciencia nos enseña mucho sobre nuestro contexto cósmico. Sobre el dónde, el cuándo y sobre quiénes somos. De un modo que ningún otro empeño ha sabido hacer.

Excepto el hidrógeno, todos los átomos que nos configuran fueron fabricados en estrellas gigantes rojas, a miles de años luz en el espacio hace millones de años. Somos materia estelar, polvo de estrellas que «piensa» acerca de las estrellas. Con nosotros el Cosmos se ha «conocido» a sí mismo. Es difícil encontrar una conexión cósmica más profunda que la que nos enseñan los asombrosos descubrimientos de la astrofísica moderna.

A pesar de su uso frecuente con un sentido contrario, la palabra “espiritual” no implica necesariamente algo distinto de la materia (incluyendo la materia de la que está hecho el cerebro), o algo ajeno al reino de la ciencia.

Para Carl Sagan “la ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad sino que es una fuente de espiritualidad profunda. Cuando reconocemos nuestro lugar en una inmensidad de años luz y en el paso de las eras, cuando captamos la complicación, belleza y sutileza de la vida, la elevación de este sentimiento, la sensación combinada de regocijo y humildad, es sin duda espiritual. Así son nuestras emociones en presencia del gran arte, la música o la literatura, o ante los actos de altruismo y valentía ejemplar como los de Mohandas Gandhi o Martin Luther King Jr. La idea de que la ciencia y la espiritualidad se excluyen mutuamente de algún modo presta un flaco favor a ambas”.

       ***

Como dijera Albert Einstein, lo que sabemos, comparado con lo que desconocemos, nuestra ciencia, puede ser primitiva e infantil, pero es lo más valioso que tenemos. Está lejos de ser un instrumento de conocimiento perfecto. Pero es el mejor que tenemos. Es la aproximación (asintótica) al conocimiento verdadero más exitosa de la que disponemos. Cumple con su cometido. Además, no hay vuelta atrás. Nos guste o no, estamos atados ella. Lo mejor sería sacarle el máximo provecho.

Bibliografía:

Bunge, Mario. (2010). Las pseudociencias. ¡Vaya timo!. Pamplona: Laetoli.

Russell, Bertrand. (1983). La perspectiva científica. Madrid: Sarpe.

Sagan, Carl. El mundo y sus demonios. (2017). La ciencia como una luz en la oscuridad. Barcelona: Crítica.

Cómo citar el artículo:

Martínez García, J.A. (2018). La ciencia: una luz en la oscuridad. A propósito del libro de Carl Sagan El mundo y sus demonios. Criterios. León. Disponible en: http:/criterios. 2018/04/03. Una luz en la oscuridad.