Hermann Hesse, caminante y pintor de acuarelas

Recorrer los valles pirenaicos en constante ir y venir entre España y Francia es hermoso. Las montañas hermanan tanto como aíslan. Las hayas o los abetos no entienden de fronteras. Las aves que, en su pulsión irrefrenable hacia el Sur, utilizan estos pasos, tampoco. Sí, es hermoso cruzar fronteras. Los caminos están llenos de promesas.

He recuperado un pequeño libro de Hermann Hesse, El Caminante, que leí hace más de tres décadas. Prosas, poemas y acuarelas. Una pequeña joya. Lo he encontrado en la edición de Bruguera en la que lo leí entonces. Una edición del año 1981. Formará parte de mi biblioteca esencial: esos libros con los que mantienes una relación íntima, de compañía, de amistad. Una relación cargada de significados personales y de recuerdos.

Pero El Caminante es, donde los haya, un librito para llevar por los caminos. En la mochila. Acaso para pasear con él por los Alpes, por el Tesino o en esos pasos de montaña hacia el Sur, hacia Italia, que Hesse frecuentara. Dar vida a sus textos caminando. Fue escrito en 1918 en un momento de crisis y de transformación personal. No es primavera en mi corazón. Y en él se apunta ya hacia algunos de los temas que el escritor abordará en sus grandes obras. Hesse se instala en Montagnola, pequeña villa cerca de Lugano, Suiza. Como si hubiera despertado de una pesadilla, una pesadilla de años, respira por fin la libertad, el aire, el sol, la soledad. Pasea. Con la piel tostada y del todo invadido por el esplendor del universo entero.

Macuto al hombro, sombrero y traje deshilachado, el autor reivindica la vida del peregrino, los paseos sin rumbo, el libre vagabundeo. Acostarse en el prado con el oído pegado a la hierba, asomarse al río desde el puente, contemplar el cielo claro, observar esa mariposa azul que se posa sobre el sombrero… Sentir el corazón grande de la Tierra.

¿Dónde dormiré esta noche? ¡Es lo mismo! ¿Qué hace el mundo? ¿Descubre nuevos dioses, nuevas leyes, nuevas libertades? ¡Es lo mismo! Pero que aquí arriba florezca otra primavera de pétalos aterciopelados, que el viento cante entre los álamos, dulce y apacible, que entre mis ojos y el cielo flote y zumbe una abeja dorada, ¡esto sí que no es lo mismo! Su zumbido entona la canción de la felicidad, tararea la canción de la eternidad.

Acuarelas pintadas por Hermann Hesse

El ansia de vagabundear le acelera el corazón cuando escucha al atardecer el susurro de los árboles. Las líneas que dedica a estos, cargadas de profundo significado humano, son memorables. Nos hablan de la soledad en la fortaleza, de las cicatrices de la vida, de la confianza en la propia singularidad, esa «noble obstinación», y de nuestra condición humana como expresión o manifestación única e irrepetible de la Vida, de la Naturaleza y de la sagrada misión de esta.

Los árboles han sido siempre para mí los predicadores más eficaces. Los respeto cuando viven en poblaciones o en familias, en bosques o en arboledas. Pero aún los respeto más cuando viven apartados. Son como individuos solitarios. No como ermitaños que se hubieran recluido a causa de una debilidad, sino como hombres grandes en su soledad, como Beethoven y Nietzsche. En sus ramas más altas susurra el mundo y sus raíces descansan en lo infinito; pero no se abandonan ahí, luchan con toda su fuerza vital por una única cosa: cumplir con ellos mismos según sus propias leyes, desarrollando su propia forma, representándose a sí mismos. Nada es más sagrado, nada es más ejemplar que un árbol fuerte y hermoso. Cuando se tala un árbol y se muestra desnuda al sol su herida mortal, puede leerse toda su historia en la clara circunferencia de su tronco: en sus anillos anuales y en sus deformaciones están descritos con fidelidad toda la lucha, todo el sufrimiento, todas las enfermedades, toda la dicha y prosperidad. Años flacos y años abundantes, agresiones soportadas y tormentas sobrevividas. Y cualquier hijo de campesino sabe que la madera más dura y noble es la que tiene los anillos más estrechos, y que en lo alto de las montañas, en constante peligro, crecen los troncos más fuertes, ejemplares e indestructibles.

Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, descubre la verdad. Ellos no predican doctrinas ni recetas. Predican, indiferentes al detalle, la originaria ley de la vida. El árbol dice: en mí hay escondido un núcleo, una luz, un pensamiento. Soy vida de la vida eterna. Única es la tentativa y la creación que la Madre eterna ha hecho conmigo. Únicos son mi forma y los pliegues de mi piel, así como único es el más humilde juego de hojas de mis ramas y la más pequeña herida de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares. El árbol dice: mi fuerza es la confianza.

Es este un texto para leer con reverencia cuando, en nuestras propias caminatas, aquí o allá, nos encontramos ante ese tejo centenario, aquel majestuoso roble o el monumental castaño.

En otro momento, ante una bonita capilla, señala: Los dioses no habitan fuera de nosotros. El Dios en que debemos creer está en nuestro interior. (…) ¡Oh querida e íntima capilla de esta región! Llevas los signos e inscripciones de un Dios que no es el mío. Tus fieles rezan oraciones cuyas palabras no conozco. Sin embargo, puedo rezar en tu interior tan bien como en el encinar o el valle. Oración que no es súplica sino canto, de sufrimiento y de gratitud.

Como no puede ser de otro modo, por la fecha en que está escrito, la catástrofe de la Primera Guerra Mundial está presente en el libro. Hesse despertó violentamente a la evidencia de sus horrores al ver, profundamente conmocionado, la facilidad con la que amigos y colegas se alistaban al servicio de Moloch. A partir de este momento mantendrá una postura marcadamente antibelicista.

¡Qué hermoso es cruzar fronteras! El caminante es en muchos aspectos un hombre primitivo, del mismo modo que el nómada es más primitivo que el campesino. Pero vencer el sedentarismo y despreciar las fronteras convierte a la gente de mi clase en señales indicadoras del futuro. Si hubiera más personas que sintieran mi profundo desprecio por las fronteras, no habría más guerras ni bloqueos. No existe nada más odioso que las fronteras, nada más estúpido. Son como los cañones, como los generales: mientras reina el buen sentido, la humanidad y la paz, no nos percatamos de su existencia y sonreímos ante ellas, pero en cuanto estallan la guerra y la demencia, se convierten en importantes y sagradas. ¡Hasta qué punto significan, durante los años de guerra, tortura y prisión para nosotros los caminantes! (…) Guerra y trabajo, permiso y llamamiento, fichas rojas y fichas verdes, excelencias, ministros, generales, oficinas: un mundo fantasmal, inverosímil. Pero existía, y tenía el poder de envenenar la tierra, y de sacarme de mi refugio a fuerza de trompetas, a mí, el pequeño caminante y pintor de acuarelas. (…) La patria está en tu interior o en ninguna parte.

Hay en este libro solo una pequeña muestra de los textos, de gran delicadeza, que Hermann Hesse dedicara a la naturaleza. En la recopilación de reflexiones, poemas y acuarelas editadas con el título de Las estaciones (un librito precioso) o en Pequeñas alegrías, una compilación más extensa de artículos que Hesse publicara en periódicos y revistas, encontramos muchas más. Hay alegría en el caminar. Solo se requiere capacidad para la conmoción, capacidad para vivenciar, asombro goethiano. Caminar. A veces, encontrándose a uno mismo. A veces, al volver a territorios afectivos, reencontrándose. La naturaleza responderá a nuestro saludo con la tranquila, dura y algo burlona placidez con la cual nos acoge siempre, con la condescendencia de lo permanente hacia lo pasajero.

Y si la vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero…, bien puede decirse que para nosotros, los caminantes, todos los caminos conducen a casa.

Todo está dentro de ti, el oro y el barro, el deleite y la pena, la risa infantil y la angustia mortal. ¡Acéptalo todo, no te aflijas por nada, no intentes rehuir nada! (…) Eres un pájaro en plena tormenta. ¡Déjala rugir!

¡Qué hermosa, qué tonta, qué hechicera es esta pobre vida!

Caducidad

Del árbol de mi vida
caen, una a una, las hojas.
Oh, mundo de delirios,
¡cómo sacias!,
¡cómo sacias y fatigas!,
¡cómo embriagas!
Lo que hoy aún arde
se extinguirá muy pronto.
Pronto silbará el viento
sobre mi angosta tumba.
Vendrá a inclinarse
la madre sobre el niño.
Quiero ver sus ojos de nuevo,
su mirada es mi estrella,
ya puede todo lo demás borrarse.

Todo muere, todo quiere morir.
Sólo la Madre eterna queda,
de donde venimos.
Sus dedos escriben juguetones
en el aire huido nuestro nombre.

Un día llegará la paz con el último agotamiento, y la maternal tierra me acogerá en sus brazos. No será el fin. Será el sueño en que desaparece lo viejo y marchito y empieza a respirar lo joven y lo nuevo. Quiero volver a recorrer entonces, con otros pensamientos, todos estos caminos, y escuchar una y otra vez los arroyos y contemplar una y otra vez el cielo vespertino

Sin la caducidad lo bello no nos emociona. Carece de dolor.

Bibliografía:

Hesse, Hermann (1981). El caminante. Barcelona. Bruguera.

Hesse, Hermann (2006). Las estaciones. Barcelona. RBA.

Hesse, Hermann (1998). Pequeñas alegrías. Madrid. Alianza Editorial.

Momentos felices. Gabriel Celaya.

Mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿No es esto ser feliz pese a la muerte?

El poema Momentos Felices pertenece al libro De claro en claro, publicado en 1956. Fue escrito en un año decisivo en la vida de Gabriel Celaya: el año de la ruptura con el mundo en que vivía, el año de volver a empezar. Es el hombre que renuncia a los disfraces y se sienta, riendo, en la cuneta. Son momentos de alegría desesperada. Es el corazón, dado por muerto, que declara: sé que el amor existe. Amparo.

Pese a las mil desgracias,
puedo, de claro en claro, salvar unos momentos,
y afirmarme en la tierra, y escribir unos versos
conductores de vida para todos los hombres
y exaltar, pensativo, los perpetuos comienzos.

Gracias, Gabriel, por recordarnos dónde encontrar esos pequeños tesoros: en la renuncia al peso muerto de nuestro terco pasado, en la conversación con el amigo dichoso, en los amaneceres no expropiados que nos regalamos a nosotros mismos, en el refugio del arte levantado frente a la lucha de los muertos o en el sentimiento de los otros que hacemos nuestro. En definitiva, en el prodigio del bien vivido instante.

Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido,
engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?

Cuando salgo a la calle silbando alegremente
-el pitillo en los labios, el alma disponible-
y les hablo a los niños o me voy con la nubes,
Mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que se siente?

Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro -sé que todo es fiado-,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizás burlando así la muerte,
¿no es la felicidad lo que trasciende?

Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: Las aves
trinan su algarabía pagana lindamente;
y debo levantarme pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la felicidad lo que amanece?

Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?

Cuando puedo decir: El día ha terminado.
Y con el día digo su tra
jín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado
, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio
,
sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
¿No es la felicidad lo que me envuelve?

Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿ no es la felicidad lo que me vence?

Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?

Bibliografía:

Celaya, Gabriel (1977). De claro en claro. Madrid. Turner.

Las ruinas. Luis Cernuda.

Todo lo que es hermoso tiene su instante, y pasa

El poema, incluido en la obra Como quien espera el alba, se ha considerado un canto a la ciudad romana de Itálica (Santiponce, Sevilla). Recuerda el «Ozymandias» de Shelley. En este contexto de «ruinas», Cernuda presenta algunas de las mejores estrofas que se hayan escrito sobre la fugacidad de los buenos momentos, sobre la fugacidad de la belleza y sobre la condición humana misma. A pesar del tema abordado, el poema no por ello deja de ser una serena pero rotunda celebración de la vida. Frente a la pretendida inmortalidad de la piedra, afán de llenar lo que es efímero de eternidad, Cernuda contrapone el valor del instante vivido, ese olor de azahar en plazuela a la tarde, que expresara en otro de sus inolvidables poemas, Lo más frágil es lo que dura.

Tu vida, lo mismo que la flor, ¿es menos bella acaso
porque crezca y se abra en brazos de la muerte?

Silencio y soledad nutren la hierba
Creciendo oscura y fuerte entre ruinas,
Mientras la golondrina con grito enajenado
Va por el aire vasto, y bajo el viento
Las hojas en las ramas tiemblan vagas
Como al roce de cuerpos invisibles.

Puro, de plata nebulosa, ya levanta
El agudo creciente de la luna
Vertiendo por el campo paz amiga,
Y en esta luz incierta las ruinas de mármol
Son construcciones bellas, musicales,
Que el sueño completó.

Esto es el hombre. Mira
Las avenidas de tumbas y cipreses, y las calles
Llevando al corazón de la gran plaza
Abierta a un horizonte de colinas:
Todo está igual, aunque una sombra sea
De lo que fue hace siglos, mas sin gente.

Levanta ese titánico acueducto
Arcos rotos y secos por el valle agreste
Adonde el mirto crece con la anémona,
En tanto el agua libre entre los juncos
Pasa con la enigmática elocuencia
De su hermosura que venció a la muerte.

En las tumbas vacías, las urnas sin cenizas,
Conmemoran aún relieves delicados
Muertos que ya no son sino la inmensa muerte anónima,
Aunque sus prendas leves sobrevivan:
Pomos ya sin perfume, sortijas y joyeles
o el talismán irónico de un sexo poderoso,
que el trágico desdén del tiempo perdonara.

Las piedras que los pies vivos rozaron
En centurias atrás, aún permanecen
Quietas en su lugar, y las columnas
En la plaza, testigos de las luchas políticas,
Y los altares donde sacrificaron y esperaron,
Y los muros que el placer de los cuerpos recataban.

Tan solo ellos no están. Este silencio
parece que aguardase la vuelta de sus vidas.
Mas los hombres, hechos de esa materia fragmentaria
Con la que se nutre el tiempo, aunque sean
Aptos para crear lo que resiste al tiempo,
Ellos en cuya mente lo eterno se concibe,
Como en el fruto el hueso encierran muerte.

Oh Dios. Tú que nos has hecho
Para morir, ¿ por qué nos infundiste
La sed de eternidad, que hace al poeta?
¿Puedes dejar así, siglo tras siglo,
Caer como vilanos que deshace un soplo
Los hijos de la luz en la tiniebla avara?

Mas tú no existes. Eres tan solo el nombre
Que da el hombre a su miedo y a su impotencia,
Y la vida sin ti es esto que parecen
Estas mismas ruinas bellas en su abandono:
Delirio de la luz ya sereno a la noche,
Delirio acaso hermoso cuando es corto y es leve.

Todo lo que es hermoso tiene un instante, y pasa.
Importa como eterno gozar de nuestro instante.

Yo no te envidio, Dios; déjame a solas
Con mis obras humanas que no duran:
El afán de llenar lo que es efímero
De eternidad, vale tu omnipotencia.

Esto es el hombre. Aprende pues, y cesa
De perseguir eternos dioses sordos
Que tu plegaria nutre y tu olvido aniquila.
Tu vida, lo mismo que la flor, ¿es menos bella acaso

Porque crezca y se abra en brazos de la muerte?

Sagrada y misteriosa cae la noche,
Dulce como una mano amiga que acaricia,
Y en su pecho, donde tal ahora yo, otros un día
Descansaron la frente, me reclino
A contemplar sereno el campo y las ruinas.

Bibliografía:

Cernuda, Luis (2002). Como quien espera el alba. Antología poética. Madrid. Espasa Calpe.

Cierta gente. Wislawa Szymborska.

quizás no quiera ser un enemigo
y los deje con cierta vida por delante

20 de junio. Día Mundial de las Personas Refugiadas

No hay refugio sin huida. «Cierta gente huyendo…» Así, de forma impersonal. Los «nadies», que expresara Galeano: sin rostro, sin nombre. No son seres humanos, son un número y cuestan menos que la bala que los mata.

«… huyendo de cierta gente». Allí y aquí. Antes y ahora. La misma historia siempre. Estos últimos, los de la persecución y los del rechazo, como advierte Szymborska en otro de sus poemas: inofensivos de uno en uno pero salvajes en grupo.

¡Cómo no tener presente la espléndida obra de Aimé Morot El buen samaritano! ¿Quién es el prójimo? ¡Cuándo dejaremos de oír la maldita pregunta!:  ¿y este, a qué viene?

El poema que se reproduce pertenece a su libro Instante.

Cierta gente huyendo de cierta gente.
En cierto país bajo el sol
y bajo ciertas nubes.

Dejando atrás sus todos respectivos,
campos sembrados, ciertas gallinas, perros,
espejos en los que ahora sólo el fuego se contempla.

Llevan a la espalda hatillos y cántaros
día tras día más pesados, cuanto más vacíos.

El agotamiento de alguien tiene lugar en silencio,
y, en el tumulto, el arrancarle el pan alguien a alguien,
y el acunar al niño muerto de alguien.

Ante ellos un incesante «por aquí no»,
no es ese el puente que necesitan
sobre un río extrañamente rosado.
Alrededor ciertos disparos, a veces más cerca, a veces más lejos,
en lo alto un avión que parece dar vueltas.

Vendría bien alguna invisibilidad,
alguna oscura pedregosidad,
y aún mejor un no-haber-sido
por un tiempo breve o incluso largo.

Algo todavía ocurrirá, pero dónde y qué.
Alguien les saldrá al paso, pero cuándo, quién,
desempeñando qué papel y con qué intenciones.
Si tiene elección,
quizás no quiera ser un enemigo
y los deje con cierta vida por delante.

Bibliografía:

Szymborska, Wislawa (2004). Instante. Tarragona. Igitur

Porque recordaré a mi perro Percy. Mary Oliver.

a menudo veo su forma en las nubes y esto es
una continua bendición

Una preciosa foto de Rachel Giese Brown (2005) muestra a Mary Oliver leyendo con su perro (o quizás, a su perro) Percy. Como es de suponer, el nombre alude al poeta romántico inglés Percy Bysshe Shelley. Percy fue un rescate de Bichon Frise. Le dedicó un buen número de poemas.

Le pregunté a Percy cómo debería vivir mi vida
-Amor, amor, amor, dice Percy,…

El que se reproduce aquí, publicado en su poemario Mil mañanas, está inspirado en el poema de Christopher Smart, For I Will Consider My Cat Jeoffry.

Con el corazón puesto en M.J. y en su querido Aza, Azabache.

Porque recordaré a mi perro Percy.
Porque fue hecho pequeño pero valiente de corazón.
Porque si conocía a una perra la besaba con gentileza.
Porque cuando dormía roncaba solo un poco.
Porque podía ser tonto y noble al mismo tiempo.
Porque cuando hablaba recordaba a la trompeta y
cuando se rascaba golpeaba el suelo como un tambor.
Porque solo comía la mejor comida y bebía el agua más
pura, aunque también mordisqueara el pescado muerto.
Porque vino a mí enfermo y con la certeza de una corta
vida, pero se regocijaba en ella cada día.
Porque tomaba sus medicinas sin rechistar.
Porque jugaba fácilmente con el Bull Mastiff del vecino.
Porque siempre se llenaba de barro.
Porque era una herramienta para que los niños aprendieran
sobre la benevolencia.
Porque escuchaba los poemas como historias de amor.
Porque cuando olisqueaba era como si le complacieran
todos los lugares del mundo.
Porque cuando se puso enfermo se recuperó tantas veces
como pudo.
Porque era una mezcla de seriedad y de burla.
Porque nosotros, los humanos, podemos autodestruirnos
de formas que él nunca imaginó.
Porque fue astuto y a veces imprudente, pero siempre
rechazó ofrecerse a ser castigado.
Porque su tristeza, aunque sin palabras, era comprensible.
Porque no había nada más dulce que la paz de su descanso.
Porque no había nada más dinámico que su vida en movimiento.
Porque era de la tribu de los lobos.
Porque cuando me iba, me esperaba
en la ventana.
Porque me amaba.
Porque sufrió antes de que yo lo encontrara, y nunca
lo olvidó.
Porque amaba a Anne.
Porque cuando se tumbaba antes de dormir no discutía
si Dios lo había creado o no.
Porque podía tirarse de cabeza y reírse
de verdad.
Porque amaba a su amigo Ricky.
Porque cavaba agujeros en la arena y dejaba
a Ricky tumbarse en ellos.
Porque a menudo veo su forma en las nubes y esto es
una continua bendición.

Bibliografía:

Oliver, Mary (2022). A Thousand Mornings (Mil mañanas). Granada. Valparaiso.

El Gálata Capitolino: destruido pero no vencido.

Roma. Desde el Esquilino, donde estamos hospedados, nos dirigimos al Campidoglio. En Manzoni subimos a un tranvía con aire de otra época que nos acerca al Coliseo. Luego, por puro placer, correteamos. Una tarde lluviosa del mes de mayo. La participación de mi hijo en el XLIII Certamen Ciceronianum en Arpino hizo posible esta visita a los Museos Capitolinos.

Nos acordamos de ese gran viajero que fue Javier Reverte: Llego al pie del Capitolio, asciendo las escaleras, admiro el porte de Marco Aurelio a caballo y entro en los museos. Paso de un palacio a otro por la galería subterránea y voy contemplando las estatuas sin otro motivo que buscar la emoción. Y me detengo ante el Galo moribundo, un joven guerrero desnudo que agoniza sentado…

Teníamos numerosas referencias del Gálata. Pero había que conocerlo en persona. Sentir su presencia. Su silenciosa dignidad. La humanidad de ese mármol. Su actitud heroica inmortalizada en piedra. Recrear ante él los pensamientos que nos sugiere esta magnífica obra de arte.

La sala en la que se encuentra toma el nombre de la escultura central: Sala del Gladiador. El guerrero celta yace desnudo, semirreclinado sobre su escudo. Con gesto de dolor, apoya la mano derecha en el suelo. Su rostro contraído mira hacia abajo. La mano izquierda se abandona sobre la pierna derecha, flexionada y con el pie colocado bajo la pierna izquierda casi totalmente extendida. Bajo su pectoral derecho, la sangre brota copiosamente de una herida mortal, que él parece contemplar con una mezcla de resignación e incredulidad. La figura, representada con gran realismo, se caracteriza étnicamente por el bigote, el cabello con largos mechones desarreglados y el torques, adorno típico galo. La espada, el escudo ovalado y la trompeta curvada (el cornu) con su cuerda de suspensión, también están representados en la base.

La escultura está tallada y pulimentada en mármol, aparentemente a escala natural -si bien en la Antigüedad su metro noventa de estatura habría hecho del guerrero un verdadero gigante-. La obra debió de requerir un gran estudio previo por parte de su creador, a juzgar por la fidelidad anatómica y la tensión imprimida a la musculatura y las venas; así como en lo relativo a la flexión de brazos y piernas.

Tito Livio hacía notar que en ocasiones algunos guerreros de estos pueblos iban sin ropa al combate, lo que podría explicar su desnudez; de cualquier modo, era costumbre en la escultura griega representar desnudos a dioses y héroes.

La figura pertenece tal vez a la gran ofrenda que el rey Átalo I de Pérgamo quiso colocar a lo largo de la terraza del Templo de Atenea Nikephoros para celebrar sus victorias contra los gálatas. Este conjunto escultórico representaba el fin de la amenaza sobre Grecia de esta tribu nómada, exaltando indirectamente la superioridad de quienes los vencieron. Perteneciente a dicha ofrenda es también el conocido como grupo Ludovisi, actualmente en el Palacio Altemps, con el llamado Gálata suicida en la posición central.

La estatua fue redescubierta en Roma a principios del siglo XVII durante una excavación en los antiguos jardines de Salustio, en la Villa Ludovisi, una villa romana construida por encargo del cardenal Ludovico Ludovisi.

No es segura la datación de esta espléndida obra. En general, se admite que el mármol de los Museos Capitolinos es con mucha probabilidad una copia romana de época cesariana de un bronce helenístico de la escuela de Pérgamo, del 230-220 a. C., hoy perdido.

Durante mucho tiempo fue confundido con un gladiador. Recordemos la célebre descripción que sobre él hace Byron en el canto IV del poema narrativo «Las peregrinaciones de Childe Harold»:

«CXL. Viendo estoy al gladiador tendido delante de mí: con una mano sostiene todo el peso de su cuerpo; su frente varonil revela que está dispuesto a morir, pero que sabe sobreponerse al dolor; poco a poco va postrándose su desfallecida cabeza, y de de una herida que tiene abierta en el costado fluyen una a una las última gotas de su sangre, gotas pesadas como las primeras de una tormenta; luego la arena comienza a girar a su alrededor y finalmente expira antes de que cese el inhumano vocerío con que se aclama al menguado vencedor. CXLI. Lo escucha, pero con total indiferencia. Sus ojos, como su corazón, están ya en otra parte, muy lejos de allí. No le preocupan ni la vida ni el combate perdidos, sino su tosca choza a orillas del Danubio, allí donde andarían jugueteando sus pequeños bárbaros en torno de su madre«.

No fue hasta mediados del siglo XIX cuando el arqueólogo italiano Antonio Nibby lo identificó claramente como un guerrero celta, basándose en su corte de pelo y su bigote (poco habituales en la cultura grecolatina) y, sobre todo, por el torques, un adorno metálico muy extendido durante la Edad de bronce, cuyo uso se mantuvo después entre las tribus celtas hasta convertirse en uno de sus elementos distintivos.

Dotada de gran pathos -esa capacidad para despertar la emoción en quien la contempla-, la calidad artística y la fuerza de la expresión que caracterizan la figura fascinó a eruditos y literatos de los siglos XVII y XVIII. Independientemente de la identidad del protagonista, se convirtió pronto en una escultura de culto, realizándose desde entonces numerosas copias.

Uno no acaba de creer que un hombre así, con esa fortaleza, con la templada resistencia que inspira, pueda estar muriendo y, cuando lo asumes, no dejas de reconocer la dignidad con la que afronta la catástrofe. Su soberana conquista de la agonía. Un hombre que no teme ni siquiera a la muerte y que sabe convertir todo el peso de la gran sombra en un legado de dignidad. Porque una cosa es destrucción y otra derrota. Porque un hombre puede ser destruido pero no vencido, para expresarlo con las palabras que Hemingway utilizara en su novela El viejo y el mar. Esta idea, que pugna por rescatar la dignidad humana en los momentos más duros de la vida, incluso en el momento mismo de la muerte, explica por qué el Gálata se ha convertido en símbolo del invicto, en símbolo del alma humana inconquistable.

En su impresionante agonía congelada, que se muestra a los conmovidos testigos de su muerte, podemos imaginar un corazón que late todavía. Imaginar algo de lo que imaginó Byron. Dar vida a sus sentimientos postreros, sagrados. Empatizar con él. Ponernos, hasta donde es posible, en su lugar. Y alegrarnos de que el Galo conserve esa dignidad con la que muere y seguirá muriendo, como lleva haciéndolo ya más de dos mil años. Dignidad que querríamos para nosotros.

En una preciosa primavera italiana; con los prados salpicados de orquídeas, gladiolos y ciclámenes silvestres.

Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
agradezco a cualquier dios que pudiera existir
por mi alma inconquistable.

En las feroces garras de la circunstancia
ni he gemido ni he gritado.
Bajo los golpes del destino
mi cabeza sangra, pero no se inclina
.

Más allá de este lugar de ira y lágrimas
donde habita el horror de la sombra, la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino:
soy el capitán de mi alma.

«Invictus». William Ernest Henley

Bibliografía.

Byron, George Gordon (1983). Las peregrinaciones de Childe Harold. Madrid. Promociones y ediciones.

Reverte, Javier (2015). Un otoño romano. Barcelona. Debolsillo.

VV.AA (2023). Museos Capitolinos. Guía. Roma.

Mary Oliver: «Soy una artista practicante. Practico la admiración»

Me afano en mi trabajo, como me gusta llamarlo, caprichoso y serio al mismo tiempo. Esto es, en caminar, en mirar las cosas, en escuchar y en escribir palabras en una libretita. Mary Oliver.

La poeta Mary Oliver (1935-2019) nació en Ohio, aunque vivió la gran parte de su vida en Provincetown, pueblo situado en la punta del Cabo Cod, Massachusetts.

En los últimos años se han publicado en nuestro país tres libros de Mary Oliver: La escritura indómita (Blue pastures), Horas de invierno (Winter Hours), y Nuestro mundo (Our world). Los dos primeros libros son una miscelánea de piezas cortas. Encontramos en ellos momentos de contemplación, caminatas solitarias por la naturaleza, opiniones sobre la creación literaria y confidencias personales. Todo ello en un lenguaje sencillo, cercano a la prosa poética, que cautiva por su expresión sincera. Nuestro mundo es un conjunto de retazos íntimos de la relación de pareja de la autora con la fotógrafa Molly Malone Cook.

Se han publicado asimismo ediciones bilingües (inglés-castellano) de los poemarios «Dog Songs», «Felicity» y «A Thousand Mornings».

Mary Oliver nos habla de la naturaleza que salva y de la literatura que salva. De la naturaleza como refugio y de la literatura como refugio. Y, con ello, de la vida que salvamos de la nada.

Nos cuenta cómo, siendo todavía una niña, lograba escapar del infierno que era su hogar. Salía del instituto hacia el bosque con una mochila llena de libros, a cuyos autores consideraba como un hermano, un tío, o el mejor de los maestros. Leía como debería nadar una persona: para salvar la vida. Y así escribía también.

Yo hallé pronto dos bendiciones: el mundo natural y el mundo de la escritura; es decir, la literatura. Estas fueron las puertas que yo franqueaba para escapar de aquellos momentos difíciles. En el primero de ellos, el mundo natural, me sentía en paz; la naturaleza estaba repleta de belleza, de interés y de misterio; también de buena o mala suerte, pero nunca de abuso. El segundo mundo, el mundo de la literatura, me ofrecía además del atractivo formal el apoyo de la empatía; me encarné de buen grado y con alegría en todos los personajes: otras personas, árboles, nubes… Porque ponerse en la piel de esa otredad –la belleza y el misterio del mundo, al aire libre del campo o en las profundidades de los libros- puede devolver la dignidad al corazón herido de la peor forma.

Acudimos a nuestros grandes poetas en busca de consejo, en busca de «un refugio contra el caos de nuestra propia experiencia». Whitman, Thoreau, Keats, Shelley, Wordsworth, Poe, Emerson, Leopold,… a ningún sitio voy, a ningún sitio llego, sin ellos.

El ser humano que no conoce la naturaleza es parcial y está herido.

El acercamiento de Mary Oliver a la naturaleza está presidido por un sentimiento de asombro y admiración. Se trata de prestar atención. Pero no de cualquier modo: con empatía. La atención sin sentimiento no es más que información. Sobre la dignidad que atribuye a la naturaleza leemos:

No pretendo hablar de la naturaleza como ornamento, por muy radiante que se muestre. No pretendo describir la naturaleza como algo útil para el ser humano, si esa posible utilidad despoja al objeto de su valor intrínseco. O incluso si lo minimiza .

[Cuando para referirnos a la naturaleza] utilizamos tales adjetivos –`bonito´,`fascinante´,`adorable´- confundimos la mirada, porque lo que así se percibe se ve despojado de algún modo de su dignidad, de autoridad. Si algo es `bonito´, es recreativo y sustituible. Las palabras nos guían y nosotros las seguimos: si algo es `bonito´ es diminuto, es inofensivo, es apresable, es domesticable, es nuestro. Craso error. A nuestros pies están los helechos: se alzaron salvajes y resueltos cuando la especie humana no existía y era del todo improbable que llegase a existir, en los aterradores márgenes de los primeros océanos innombrados e innombrables. Nos parecen bellos, delicados y fascinantes, y los trasladamos a nuestros jardines. Logramos así ponernos en el lugar de amo y señor (…) Con esa mirada se imposibilita una visión diferente de la naturaleza: la de un reino sagrado y complejo, a la vez que indomable, del que no somos más que una parte (…). Yo no sería soberana ni de una sola brizna de hierba, mientras pueda ser su hermana. Acerco mi rostro al lirio, que se alza por encima de la hierba, y lo saludo desde mi corazón. Tenemos el mismo hogar. Nuestra luz proviene del mismo farol. Todos somos  salvajes, audaces, asombrosos. Ni uno solo de nosotros es `bonito´.

Para Mary Oliver, poeta caminante, patrullera de humedales, la naturaleza no es solo un lugar de reposo y placer. Es también un templo donde se reafirma nuestra percepción del mundo como misterio, un misterio que conlleva otros privilegios aparte de los nuestros.

Su espiritualidad de carácter animista es sobre todo una actitud ante el mundo que la rodea. Una respuesta afectiva basada en el hermanamiento. Diría que existen mil vínculos inquebrantables entre cada uno de nosotros y todo lo demás, y que la dignidad y las posibilidades del conjunto son todo uno. La estrella más distante y el barro a nuestros pies son parientes; y no es ni decoroso ni juicioso honrar una única cosa o unas pocas cosas y luego cerrar la lista.

La misma metáfora de «templo» (o «campo verde») utiliza Oliver para referirse a la poesía. Un lugar al que se accede con respeto para sentir.

La poesía no es un milagro. Es un intento de expresar (ritualizar) los momentos individuales y las consecuencias trascendentales de esos momentos con una música útil para  todos (…) La poesía nació de la relación entre el ser humano terrenal y la tierra misma (…) En las colmenas y mazmorras de las ciudades la poesía no puede reconfortar, carece de peso, pues el pacto entre el mundo natural y los individuos se ha roto (…) No podría ser poeta sin la naturaleza. Otros, sí. Yo, no. La puerta al bosque es la puerta al templo (…) El ser humano que no conoce la naturaleza, que no camina bajo las hojas como bajo su propio techo, es parcial y está herido (…) Ningún poema trata sobre uno –o algunos de nosotros- sino sobre todos nosotros. Cada poema trata sobre mi vida, pero también sobre la tuya y sobre cien mil vidas que están aún por venir. Que lo escribiera alguna persona no es ni de lejos tan importante como el hecho de que nos pertenezca a todos. Y cada uno de nosotros aporta al movimiento de la pluma un mundo de ecos.  

La vida es oscuridad y luz. Y hay que reconciliar ambas para recibir el regalo completo. Mis poemas, como la vida misma, pueden contener terror, dolor o confusión, pero han de luchar en nombre del señor de la vida, y no de los dioses menores del egoísmo, el caos o la muerte.

¿Qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

Mary Oliver resume su idea de la literatura acudiendo a ese poema sobre la belleza, tantas veces analizado y reinterpretado, del poeta austriaco Rainer María Rilke, «Torso de Apolo arcaico». Nos encontramos ante la descripción literaria de una obra de arte, probablemente el “Torso juvenil de Mileto”, maltrecha pieza de la estatuaria griega expuesta en el museo del Louvre. El poema nos conduce a través de la emoción estética hacia cierto imperativo ético al concluir con un desconcertante e inesperado verso final: …porque aquí no hay/ un solo lugar que no te mire. Debes cambiar tu vida. Evidentemente no es una orden de Rilke al lector, sino una máxima que se engendra en el seno de la propia belleza y los destinatarios somos todos. En primer lugar, el propio autor.

También Shelley y Thoreau exclaman: «¡Cambia!, ¡cambia!». Sé valiente. No atribuyas a nadie ni a nada la responsabilidad sobre tu propia vida, afirma Mary Oliver. Para la poeta norteamericana la belleza ha de decirnos algo, ha de cobrar significado dentro de la vida de quien la observa, incitar a la reacción más que a la reflexión; ha de «cargar sobre nuestros hombros una tarea difícil pero ennoblecedora». El arte ha de interpelarnos, de implicarnos: La primera vez que viste la belleza -ese sueño, el vórtice humano de tu vida- ¿te detuviste, te quedaste inmóvil, respirando como un árbol? ¿Cambiaste tu vida?.

Se entienda como se entienda, como ideal de vida o como promesa de felicidad, toda obra de arte incorpora implícita esa advertencia: debes cambiar, acaso para hacernos dignos de la belleza que contemplamos, acaso para llevar un poco de esa belleza a nuestras propias vidas.

«Cada vez que llego a casa -cada vez-/ alguien allí me ama».

A veces pienso que, si estuviese hecha de una pasta un poquito más dura, me iría definitivamente al bosque -para dedicarme por completo a mi trabajo, a la soledad, a unos pocos amigos, a los libros, a mis perros, a todas las cosas apacibles, dispuesta a la meditación y a la laboriosidad-, aunque solo fuera para escapar de los descorazonadores sinsabores que provocan los espíritus mezquinos del mundo. Pero no tiene mucho sentido. Incluso la más solitaria de nosotras es sociable por costumbre y, de hecho, por compromiso con el más aguerrido de nuestros sueños, que es construir un mundo moral.

La intimidad que se reserva para uno es una cualidad del paraíso. Agracemos a Mary Oliver que nos haya dejado entrar un poquito en el que fuera el suyo. En Horas de invierno, libro que dedicó a Molly Malone Cook, leemos: Somos felices y somos afortunadas. Nos bastamos mutuamente: acompañamiento, intimidad, cariño, arrebato. Cada vez que oigo algo horrible, quiero taparle los oídos a M. Cada vez que veo algo bello y me da un vuelco el corazón, es a M. a quien corro a contárselo.

Y más tarde, con preocupación, apunta: Cuando mueren los protagonistas de tu vida ¿hay suplentes? o ¿Hay acaso otra cosa que suplencia? (…) Llegamos a aceptar la brevedad de nuestra propia vida; mas el amante que hay en el interior de todos nosotros, -la parte de nosotros que adora a otra persona-, ¡ah! eso es harina de otro costal…

«En los bosques de Blackwater», poema publicado por vez primera en 1983, había señalado certeramente:

Para vivir en este mundo necesitas que estas tres cosas
te sean posibles:
amar lo que morirá;
estrecharlo
contra tus huesos sabiendo
que tu vida misma depende de ello;
​y cuando llegue el momento de soltarlo,
soltarlo
.

Dos años después de la muerte de Cook en 2005, Oliver publicó Nuestro mundo; una recopilación de fotografías y anotaciones del diario de Molly, acompañada de recuerdos, textos breves en prosa y poesías. Un homenaje a quien fuera su pareja durante más de cuarenta años. Con una de las entradas del diario de Molly sobre su amada Mary concluimos esta reseña:

Mary acaba de volver con flores amarillas y con Luke empapado porque ha estado nadando en los lagos. Siempre le pregunto cómo le ha ido. ¿Qué significa eso, qué espero oír? Algo bueno, imagino. Pido noticias de seres humanos. Mary vuelve a casa con noticias de zorros, noticias de aves y de sus tiernos amigos los gansos Merlin y Dreamer, que de nuevo tendrán crías bajo su atenta mirada. ¿Cuántos años lleva observándolos? Los gansos van corriendo a su encuentro. Estas son las noticias de Mary.

Tres poemas:

Gansos Salvajes

No tienes que ser bueno.
No tienes que caminar sobre tus rodillas, arrepintiéndote,
durante cien millas a través del desierto.
Sólo tienes que permitir que el suave animal de tu cuerpo
ame aquello que ama
.

Cuéntame acerca de la desesperación, la tuya, y yo te contaré la mía.
Mientras tanto el mundo sigue girando.
Mientras tanto el sol y las transparentes esquirlas de lluvia
están moviéndose a través de los paisajes,
sobre las llanuras y los profundos bosques,
las montañas y los ríos.
Mientras tanto los gansos salvajes, altos en el limpio aire azul,
están volviendo a casa otra vez.

Quienquiera que seas, no importa cuán solo estés,
el mundo se ofrece a tu imaginación,
te llama como los gansos salvajes, chillones y emocionados,
una y otra vez anunciando tu lugar
en la familia de las cosas.

Dream Work. 1986.

Día de verano

¿Quién creó al mundo?
¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?
¿Quién dio forma al saltamontes?
Me refiero a este saltamontes,
el que acaba de saltar en la hierba,
el que ahora come azúcar de mi mano,
el que mueve las fauces de atrás para adelante y no de arriba abajo,
el que mira a su alrededor con enormes ojos complicados.
Ahora levanta una de sus patas y se lava la cara cuidadosamente.
Ahora de pronto abre sus alas y se va flotando.
Yo no sé con certeza lo que es una oración.
Sin embargo sé prestar atención
y sé cómo caer sobre la hierba,
cómo arrodillarme en la hierba,
cómo ser bendita y perezosa,
cómo andar por el campo,
que es lo que llevo haciendo todo el día.
Dime, ¿qué más debería haber hecho?
¿No es verdad que todo al final se muere, y tan pronto?
Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?

House of light. 1990.

Poema del mundo único

Esta mañana,
la bella garza blanca
estaba flotando sobre el agua
y luego encaró el cielo de este
único mundo
al que todos pertenecemos,
donde todo,
tarde o temprano,
es parte de todo lo demás,
y eso me hizo sentir
por un momento
bastante bella también
.

A Thousand Mornings. Poems. 2012.

Bibliografía:

Oliver, Mary (2021). La escritura indómita. Madrid. Errata Naturae.

Oliver, Mary (2022). Horas de invierno. Madrid. Errata Naturae.

Oliver, Mary (2024). Nuestro mundo. Madrid. Comisura.

Oliver, Mary (2022). A Thousand Mornings (Mil mañanas). Granada. Valparaíso.

El elogio de los pájaros de Giacomo Leopardi

Si una parte me dijeras
del gozo que tú conoces,
tal locura armoniosa
brotaría de mis labios,
que, como yo te escucho, el mundo escucharía.

A una alondra. Percy Bysshe Shelley.

El elogio de los pájaros, una de las cuatro piezas de este volumen, pertenece a las llamadas Operette morali, pequeños ensayos o diálogos que Giacomo Leopardi escribió entre 1823 y 1828. Puede considerarse un acercamiento a su filosofía de la naturaleza.

Este entrañable texto da comienzo con un paralelismo entre los libros (que el filósofo estudia) y los pájaros como elementos para el disfrute y la reflexión. Amelio deja por un momento a un lado sus lecturas y centra su atención en el canto de los pájaros. Esa presentación está cargada de significados. La reflexión sobre los pájaros puede tener contenido filosófico.

Principalmente: ¿es posible la felicidad humana? Porque a Amelio los pájaros se le presentan como las más alegres criaturas del mundo. Se trata evidentemente de una apreciación subjetiva del poeta. Lo que nos está diciendo es que, entre todos los animales, los pájaros son los que inspiran más alegría al hombre, aunque luego intente justificar esta afirmación con argumentos relativos a la propia naturaleza de estos animales. Acaso, como escribiera Jenofonte, las liebres bailen alegremente a la luz de la luna llena. El resto de los animales disfrutan la vida a su manera. Pero los pájaros exhiben en su comportamiento tal vivacidad y en su canto tal regocijo, que se convierten para el ser humano en paradigma o, según sus certeras palabras, en «aplauso perpetuo a la vida universal».

Desde luego, los pájaros no cantan para nuestra satisfacción. Incluso puede que no canten siempre por las razones que el poeta se imagina que cantan. Los sonidos del bosque no son para nosotros. La naturaleza no está ahí para hablarnos. Existió mucho antes que el ser humano y existirá mucho después. Nada de aquello que consideramos bello en la naturaleza ha sido hecho para darnos satisfacción. Pero el hombre puede, a través de su sensibilidad e inteligencia, dar a lo que observa un significado humano.

Las similitudes que establece entre el pájaro y el niño, la vivacidad y el disfrute del momento de ambos, merecerían una reflexión amplia.

Leopardi tiene muy presente que los ciclos de la naturaleza incluyen momentos de creación y momentos de destrucción. Es consciente del delicado oscilar entre maravilla y horror que sacude constantemente a quien contempla la naturaleza. Resulta emocionante pensar que fueron los pájaros, con su canto, los que le hicieron poner en duda, siquiera un instante, su pesimismo filosófico, cuando afirma en boca de Amelio que ellos «dan un testimonio constante, aunque falso, de la felicidad de la vida». ¿Cabe en un inciso mayor elogio?

Amelio, filósofo solitario, estando una mañana de primavera con sus libros, sentado a la sombra de una casa de campo suya y leyendo; estremecido por el trino de los pájaros en la campiña, poco a poco fue dedicándose a escucharlos y a meditar, hasta abandonar la lectura. Finalmente echó mano a la pluma y en aquel mismo lugar escribió las cosas que siguen.

Son los pájaros por naturaleza las más alegres criaturas del mundo. No me refiero al hecho de que verlos u oírlos sea siempre motivo de júbilo sino a ellos mismos, pues tienen más jovialidad y sienten mayor regocijo que cualquier otro animal (…)

Los pájaros por lo general se muestran en los movimientos y en el aspecto extremadamente alegres; y no de otra cosa procede su capacidad para alegrarnos al verlos, apariencia que no es de considerar vana y engañosa. Por cada goce y cada contento que tienen, cantan; y cuanto mayor es el goce o el contento, tanto más vigor y más esmero ponen en el cantar. Y como la mayor parte del tiempo están trinando, se deduce que, por lo general, están de buen humor y disfrutando.

Y si bien se ha notado que mientras están de amores cantan mejor y más a menudo, y más largo que nunca, no se puede creer sin embargo que al cantar no les muevan otros deleites y otros contentos aparte de estos del amor. Ya que se puede ver patentemente que en día sereno y plácido, cantan más que en los días oscuros o revueltos; y en la tempestad se callan, como cada vez que están atemorizados, para después reanudar los trinos y los juegos. Igualmente, se ve que suelen cantar por la mañana al despertarse; porque son movidos en parte  por el contento que tienen por el nuevo día, en parte por aquel placer que hay en general en cada animal al sentirse reparado por el sueño y fresco.

Se alegran asimismo en extremo con el alborozado verdor, los valles fértiles, las aguas puras y lucientes, o la belleza del paisaje. Prueba de que aquello que para nosotros es ameno y placentero, también lo es para ellos (…)

Sin duda fue notable previsión de la naturaleza el asignar a un mismo género de animales el canto y el vuelo: de modo que aquellos que tenían que recrear a los otros seres vivos con la voz, estuvieran por lo ordinario en lugares elevados; donde esta puede llegar más lejos al extenderse alrededor en un mayor espacio y alcanzar mayor número de oyentes. Y que el aire, que es un elemento destinado al sonido, fuese poblado de criaturas vocales y de músicas. Verdaderamente mucho agrado y placer nos produce y no menos, a mi parecer, a los otros animales que a los hombres, el escuchar el canto de los pájaros.

Y esto creo que nace principalmente no de la suavidad de los sonidos, por mucha que ella sea, ni de la variedad, ni de la armonía; sino del mensaje de alegría que transmiten por naturaleza el canto en general y el de los pájaros en particular. El cual es, como si dijéramos, una risa que el pájaro emite cuando siente estar bien y a gusto.

Para concluir con el trino de los pájaros, añado que ver o saber del gozo del prójimo, cuando no se le envidia, suele reconfortar o alegrar, por lo que es harto loable que la naturaleza haya dispuesto que el canto de los pájaros, que es expresión de júbilo y una suerte de risa, sea público, mientras que el canto y risa de los hombres, por respeto al resto del mundo, permanecen privados. Y sabiamente prescribió que el aire y la tierra estuvieran constelados de animales que con sus sonoros y solemnes gritos de alegría son un aplauso perpetuo a la vida universal e incitan a las demás criaturas al alborozo, dando un testimonio constante, aunque falso, de la dicha de las cosas.

Y si los pájaros son y se muestran más joviales que los demás animales es por una razón consistente. En primer lugar, no parecen ser víctimas del tedio; cambian de lugar constantemente, van de un país a otro sin importarles la distancia, pasan raudos y con admirable facilidad del suelo a las alturas, ven y sienten infinidad de cosas diferentes a lo largo de su existencia, mantienen el cuerpo en constante ejercicio y rebosan vida exterior (…) Incluso en el breve tiempo que permanecen en un mismo lugar, no paran quietos, van siempre de acá para allá, rondan, agachan la cabeza, se estiran, se sacuden y revolotean con vivacidad, agilidad y presteza indecibles. Por estas consideraciones parece que se podría afirmar que si naturalmente el estado ordinario de los demás animales, incluidos también los hombres, es la quietud; la de los pájaros, es el movimiento (…)

Los pájaros poseen en abundancia lo que en sí mismo favorece la jovialidad del alma sin lo dañino o penoso. Y su vida interior es tan rica como la exterior, mas de manera que esa abundancia les aporta provecho y deleite, como a los niños, y no aflicción y padecimientos, como suele suceder a los hombres.

Puesto que el pájaro y el niño son muy similares en lo que a agilidad y vivacidad se refiere, cabe pensar cabalmente que también se asemeja en las cualidades del alma. Si lo bueno de la infancia fuera común a las demás edades y lo malo de estas no superara lo bueno de aquella, quizás el hombre tendría algún motivo para soportar la vida pacientemente (…)

En suma, del mismo modo que Anacreonte anhelaba tornarse espejo para que su amada lo contemplase sin cesar, tornarse vestidura para ceñirla, aroma para ungirla, agua para lavarla, cinta para estrechar su pecho, collar para circundar su cuello o sandalia para calzar su pie, así desearía yo convertirme, al menos por un tiempo, en pájaro para sentir el júbilo y la alegría que ellos viven».

Bibliografía:

Leopardi, Giacomo (2016). Elogio de los pájaros, en Diálogo entre la Moda y la Muerte y otras Operette Morali. Madrid. Trama editorial.

El arte de ver las cosas

Abril. Todos los días, en tu recorrido diario al trabajo, pasas por un descampado a las afueras de la ciudad. El entorno, semidegradado, no parece tener nada de especial… salvo que prestes un poco de atención. Este año, en una zona de vertidos procedentes de desmontes o de movimientos de tierra han decidido hacer su nido varias parejas de abejarucos.

En unos humildes rodales de olmo dispersos, apenas unos arbustos acompañados de zarzamoras y endrinos, cantan sin parar (por la mañana, al atardecer e incluso entrada la noche), desde mediados de mes, los ruiseñores.

El lugar adquiere de pronto un significado para el ser humano. ¿Cómo es posible que un entorno como este encierre tan inesperada belleza?

John Burroughs (1837-1921) trabajó durante casi una década como empleado del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, más tarde como profesor y finalmente como granjero, hasta que decidió abandonar Washington para instalarse en una cabaña en las montañas de Catskill (Estado de Nueva York) y dedicarse a escribir sobre la naturaleza. 

El texto que da título al libro trata sobre el arte de ver las cosas. Este arte, que debe cultivarse, comprende dos elementos que se enriquecen mutuamente: el primero, insustituible para Burroughs, es el sentimiento, la empatía, la relación amorosa con lo que observas. Requiere de sensibilidad y de un espíritu apreciativo. Esto proporciona un placer emocional. El segundo es el aspecto cognitivo, saber interpretar, el gozo de comprender, que aporta una satisfacción intelectual. En nuestra experiencia de la naturaleza nos movemos entre uno y otro, cada persona con acento propio, porque la experiencia es siempre singular. Saber no es todo. Es solo la mitad. Amar es la otra mitad. Lo que amamos lo hacemos bien.

Es difícil leer a Burroughs sin pensar en Henry David Thoreau, por otra parte uno de los mentores del autor y a quien dedica uno de los ensayos. Un Thoreau que se consideraba a sí mismo filósofo (natural) más que naturalista (al uso), y esto es así porque siempre buscó en la naturaleza energía y refugio para el corazón humano.

El arte de ver las cosas, es cierto, requiere de una predisposición inicial: no puede encontrarse lo que no se busca. No serás capaz de ver fuera lo que, de algún modo, no llevas ya dentro. Burroughs nos recuerda que:

Si pensamos en pájaros, veremos pájaros allá donde vayamos; si pensamos en puntas de flecha, como hacía Thoreau, recogeremos puntas de flecha en cualquier campo. El indio que había en él reconocía lo propio.

De los artículos seleccionados en esta edición hay uno que resulta verdaderamente conmovedor. Es el que lleva por título En busca del ruiseñor, donde el escritor, gran conocedor de las aves de norteamérica, nos cuenta sus aventuras y desvelos por encontrarse con el ruiseñor en un viaje realizado ex profeso por Escocia, norte de Inglaterra y entorno de Londres, durante la segunda mitad de mayo y primera de junio.

En ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera perderme uno de los mayores placeres que me había prometido a mí mismo al cruzar el Atlántico, a saber, escuchar el canto del ruiseñor.

Pero no le resultó nada fácil pillar al pájaro en sus maitines, escuchar su canto completo. Me lo perdí por unos pocos días. Si todas las personas a las que interrogó a cuenta de los ruiseñores hubiesen hablado entre ellas, habrían llegado a la conclusión de que había un estadounidense loco y obsesivo rondando cerca de sus casas.

Pequeñas aves con grandes voces. En total escuchó al ruiseñor en menos de cinco ocasiones y sólo unas pocas estrofas del canto, pero le bastó para sentirse complacido por la sorprendente calidad de su melodía.

Se comprende el entusiasmo del naturalista americano. Su emocionante empeño por escuchar al ruiseñor de Wordsworth: Oh ruiseñor, tu eres de ardiente corazón, esas notas tuyas… penetran y penetran, ¡tumultuosa armonía y fiereza! Al ruiseñor de Keats: Y perderme contigo en el bosque en penumbra …. ¿Era una visión o un sueño? Se fue ya aquella música. ¿Despierto? ¿Estoy dormido? Al ruiseñor de Coleridge: Como si sintiese miedo de que una noche de Abril fuera demasiado breve para permitirle cantar su canción de amor, ¡y descargar su alma entera de toda su música!

Será sin embargo en el ensayo Los cantos de las aves donde Burroughs aborde con detalle este aspecto. La apreciación de su belleza no siempre tiene que ver con lo elaborado de la pieza musical interpretada. Si no asociáramos nada a estos sonidos significarían muy poco para nosotros. Es su condición de signos de alegría y amor en la naturaleza, de pregoneros de la naturaleza y del espíritu de los bosques y de los campos, como si de un espíritu tutelar se tratara, lo que nos atrae.  No es solo lo armónico de la melodía, es la expresión de alegría y el éxtasis descargándose sobre nosotros desde las “puertas del cielo”.

A todo esto puede añadirse un significado más si la experiencia está tocada por la magia de los recuerdos.

En cierta ocasión, liberaron unas alondras en Long Island que lograron establecerse y podía escucharse su canto de vez en cuando. Un día de verano, un amigo mío estaba por allí observándolas; una alondra se elevaba y cantaba en el cielo por encima de él. Un anciano irlandés apareció y se quedó de repente paralizado, como si lo hubieran clavado al sitio, y una mezcla de gozo e incredulidad le invadió el rostro. ¿Estaba realmente escuchando el ave de su juventud? Se quitó el sombrero, miró hacia el cielo y con labios temblorosos y ojos llorosos se quedó un buen rato mirando al pájaro…

El canto de las aves precisa de todos sus complementos. El momento. El lugar. La clave está en la ocasión y el entorno, de cuyo espíritu se hace expresión.

Hay otros ensayos del libro que merecen comentario. En Los placeres del camino, encabezado por una cita de su amigo Walt Whitman (“A pie, con el corazón ligero, tomo el camino público”), el autor reivindica al per-agrare, al caminante, al que cruza los campos, a ser posible lejos del alcance de las ruedas. Viajará siempre ligero si lleva la alegría en su corazón: Tu corazón ha de proporcionar una música que al seguirle el compás los pies te lleven alrededor del globo sin darte cuenta.

En el que lleva por título Una perspectiva sobre la vida, John Burroughs nos presenta su recomendación para ser feliz: no albergar demasiadas expectativas, renunciar a combatir dragones y afrontar la vida en clave sencilla, en sintonía con las cosas comunes y universales, preferiblemente en contacto directo con las condiciones materiales de la vida.

¡Oh, compartir la gran vida soleada y dichosa de la Tierra, ser tan feliz como los pájaros! ¡Estar tan contento como el ganado en las colinas! ¡Como las hojas de los árboles que bailan y susurran al viento! (…) Prefiero estar al cuidado de unas cuantas cabezas de ganado que ser el guardián del sello de la nación.

Los ensayos aquí reunidos contienen igualmente reflexiones visionarias sobre el deterioro ambiental asociado al consumo de combustibles fósiles (Apartar el hierro de nuestras almas) o sobre la crueldad que acompaña al mundo de la caza (Las costumbres de los cazadores).

Especialmente sugerente es su idea de una verdadera espiritualidad, libre de la secular tiranía de los prejuicios religiosos :

No dejemos que por descuido o tedio se atenúen las maravillas y misterios entre los que vivimos, ni los esplendores ni las glorias. No necesitamos trasladarnos con la imaginación a ninguna otra esfera o condición existencial para encontrar lo maravilloso, lo sagrado (…) Comunicarnos con Dios es comunicarnos con nuestros propios corazones, nuestra mejor esencia (…) Este planeta es el único paraíso deseable del que tenemos conocimiento (…) Nos parece que el mundo es bueno para vivir porque estamos adaptados a él y no porque se haya hecho para nosotros (…) Si la naturaleza no es omnisciente ni misericordiosa desde nuestro punto de vista humano, lo cierto es que nos ha colocado en un lugar donde nuestra propia sabiduría y misericordia se pueden desarrollar.

Es el suyo un panteísmo que resume de forma concisa cuando afirma: Alegría en el universo y gran curiosidad por todo ello: esa ha sido mi religión.

Bibliografía:

Burroughs, John (2018). El arte de ver las cosas. Madrid. Errata Naturae.

Parejas de carboneros garrapinos volando de aquí para allá…

Cuando uno repasa la vida del escritor inglés Edward Thomas (1878-1917), cuya obra poética fue escrita solo dos años antes de su muerte, cuesta creer que este hombre que cantara con frecuencia a los zorzales y que sentía tal interés y pasión por la campiña inglesa, viera truncada tempranamente su vida en la batalla de Arrás (Paso de Calais) de la maldita Primera Guerra Mundial.

El libro La vida en los bosques, escrito antes de su reconocimiento como poeta, recoge notas de campo de sus escapadas juveniles a la naturaleza. ¿Cómo veía el joven Thomas de diecinueve años a carboneros garrapinos, agateadores y petirrojos?

Así refiere algunos de sus encuentros con los habitantes del bosque:

Parejas de carboneros garrapinos, volando de aquí para allá, se apresuran entre las nubes sulfurosas de polen de las flores del fresno cuando se posan sobre las ramas más finas. Del conjunto, especialmente cuando una rama cargada de flores se inclina hacia el suelo, llega una débil fragancia como de corteza pelada. (…)

La capa de musgo es tan espesa que casi no se distingue al pequeño agateador que trepa alrededor del tronco con silente persistencia. Durante un momento se ve con claridad, cuando un destello de sol lo revela contra un punto desnudo de la corteza: entonces, puede percibirse su pico, fino y curvado hacia abajo y sus dibujos pardos, que se funden con el casi blanco del pecho, y admirar su destreza al buscar las grietas. (…)

Allí las bandadas de carboneros se dispersan y suenan dulces sus trinos alegres, como el tintineo de campanillas feéricas. La mayor parte de ellos son carboneros garrapinos con sus cabezas negras y sus figuras rechonchas; sus notas también se distinguen. Cuando cuelgan cabeza abajo, como moscas del techo, sus alas de un pálido azul grisáceo tiemblan ligeramente y las colas, extendidas, vibran de forma que el sol se ve a través de sus vaporosas plumas como si fueran las alas de una libélula. (…)

El petirrojo, cuando se asusta, abandona su posadero, pero según vuelve a posarse reanuda de nuevo su canción con ganas. Siempre es así de impetuoso; no hay canción más apasionada que la suya. Su lugar preferido es el montón de hojas secas arrastradas hasta el abrigo de las vallas: sobre los postes canta; entre las hojas encuentra más gusanos que en ninguna otra parte. Las mañanas lluviosas, cuando no puede cantar, conserva una desafiante charla, o un lamento que también usa al atardecer.

Bibliografía:

Thomas, Edward (2021). La vida en los bosques. Salamanca: Volcano.