…la vida de los hombres está despóticamente gobernada por dos importantísimos factores: la esperanza y el miedo, y quien sepa sacar mejor partido de uno y otro se enriquecerá rápidamente. Luciano de Samósata.
Primeros años de la Era cristiana. Por aquel entonces la peste causaba estragos en la ciudad de Éfeso. El místico y profeta neopitagórico Apolonio de Tiana, tras anunciar que acabaría con la epidemia, convoca a los efesios al teatro. Así lo cuenta Flavio Filóstrato (siglo II-III d.C.) en su obra Vida de Apolonio de Tiana. Conviene reproducir textualmente, por infame, este memorable pasaje:
Pero cuando la plaga se abatió sobre los efesios y nada había efectivo contra ella, enviaron una delegación a Apolonio, haciéndolo médico de la enfermedad. Y él pensó que no debía posponer el viaje, sino que con solo decir “vayamos” estaba en Éfeso, haciendo lo mismo –creo- que Pitágoras: estar en Turios y Metaponto a la vez. Así pues, tras reunir a los efesios, les dijo: – Animaos, pues hoy haré cesar la plaga.
Y al decirlo, llevo a la población de todas las edades al teatro, donde se alza ahora la estatua del Tutelar (Heracles). Allí parecía pedir limosna un ciego que cerraba artificiosamente sus ojos, y llevaba una alforja y un mendrugo de pan en ella; iba cubierto de harapos y tenía el rostro escuálido. Así pues, Apolonio, disponiendo a los efesios a su alrededor, les dijo:
– Apedread a este enemigo de los dioses, cogiendo cuantas más piedras podáis.
Extrañados los efesios de lo que decía, y pareciéndoles terrible matar a un extranjero que se encontraba en un estado tan lastimoso, y dado que suplicaba y decía muchas cosas para obtener piedad, Apolonio insistió en exhortar a los efesios a que se le echaran encima y no lo dejaran.
Pero cuando algunos lo hacían blanco de sus pedradas y él, que parecía tener los ojos cerrados, los miró intensamente y mostró sus ojos llenos de fuego, lo reconocieron los efesios como un demon y lo lapidaron de tal modo, que se acumuló sobre él un rimero de piedras. Al poco rato los exhortó a que apartaran las piedras y conocieran la bestia que habían matado.
Así que, al ser descubierto, el que creían haber apedreado había desaparecido, pero se vio un perro, semejante por su apariencia a un moloso, y por su tamaño al león de mayores dimensiones, machacado por las piedras, y escupiendo espuma, como los rabiosos. Precisamente la estatua del Tutelar se alza cerca del lugar en el que la aparición fue apedreada.
Es notable la capacidad de Apolonio para manipular los hechos de forma que los efesios acaben viendo lo que él quiere que vean. La enfermedad es presentada, como tantas veces a lo largo de la historia, como un castigo divino y Apolonio pretende que la multitud considere culpable al mendigo, del que la ciudad debe deshacerse si quiere librarse de la enfermedad. Lo consigue.
Nos encontramos ante la construcción de la figura del “enemigo público” como instrumento de carácter político, con el fin de proveerse de una víctima propiciatoria sobre la que descargar las tensiones internas.
Cabe recordar también a quienes, durante la peste negra del siglo XIV, difundían entre los cristianos la creencia de que la epidemia era el resultado de un complot de los judíos urdido contra ellos (mediante el envenenamiento de pozos) en lo que fue uno de los episodios de persecución (pogromos) más devastadores de la historia .
Pero el taumaturgo pitagórico exhibe también sus poderes sobrenaturales en otros ámbitos: en relación al dominio sobre los «espectros», en su facultad para adivinar el futuro, e incluso en su capacidad para resucitar a una joven muerta.
En fin, con su relato hagiográfico de la vida de este filósofo milagrero, Filóstrato se convierte en paradigma de una visión supersticiosa del mundo y de un tipo de literatura singularmente encomiástica.
En las antípodas de Filóstrato, en cambio, se encontraba Luciano de Samósata (S. II). Testigo atento de su tiempo, Luciano denunciará con certera ironía la intromisión de lo religioso y mágico en la filosofía, que se acentúa en el siglo que le tocó vivir. Y lo hace en obras como Philopseudés (Cuentistas o El descreído), Sobre la muerte de Peregrino y Alejandro o el falso profeta.
Particularmente Alejandro o el falso profeta, escrito aproximadamente en el 180 d.C., es un testimonio mordaz sobre el fraude sobrenatural en el mundo romano, personificado en la figura de Alejandro de Abonutico. Si bien la obra tiene un carácter satírico, más literario que histórico (está repleta de ironías y recreaciones dramáticas), no hay muchas dudas sobre la verosimilitud histórico-religiosa del caso, que estaría respaldada por evidencias que documentan el “culto de Glykon”. Entre ellas se incluyen: inscripciones, esculturas, monedas y referencias literarias. Se trataba de un dios serpiente, encarnación de Asclepio, cuya venida habría sido presagiada por el «profeta» Alejandro.
Luciano de Samósata pretende, desde un saludable escepticismo, desenmascarar los trucos de los charlatanes de lo sobrenatural que se aprovechan de las debilidades y expectativas humanas. Los libros citados están dirigidos a desacreditar a esos falsos “hombres sagrados”. Nos encontramos ante el reverso de las biografías hagiográficas, como la mencionada Vida de Apolonio, que circulaban con profusión en su época.
Alejandro, que en la obra se presenta como un discípulo de Apolonio de Tiana, es un ejemplo del iluminado que logra triunfar en el competitivo mercado religioso del siglo II. Luciano lo caracteriza como un profesional del engaño: farsante, inmoral, manipulador, insaciable, megalómano y violento.
La creencia en la intervención directa de los dioses en la vida humana es uno de los rasgos más sobresalientes del sentimiento religioso de ese siglo. Es esta fe en la providencia la que explica la buena acogida de oráculos de nueva creación como el de Alejandro, fundado en Abonutico, una pequeña ciudad de Bitinia (actual Turquía). Este famoso oráculo podría haber durado un siglo, con fuerte influencia durante el principado de Antonino Pío (138-161 d.C.). Diversa documentación lo acredita: inscripciones de consultantes agradecidos, piedras grabadas, monedas con la imagen del dios y, especialmente, las medallas.
La puesta en escena de Alejandro incluía simular el padecimiento de epilepsia (enfermedad que en el mundo antiguo estaba relacionada con el ámbito sagrado) y usar una vestimenta adecuada con la que aparentar una supuesta descendencia divina: nieto de Asclepio, descendiente de Perseo, enviado de Zeus, amante de Selene y reencarnación de Pitágoras.
Su modus operandi se resume como sigue:
La tarifa que cobraba por oráculo era un dracma y dos óbolos (aproximadamente, dos días de trabajo). Las cantidades eran mucho más altas para los que tenían el privilegio de contemplar a la “serpiente parlante” y recibir un “oráculo autófono”, algo solo al alcance de los más pudientes.
Una red de informantes locales le proporcionaba datos relevantes sobre las vicisitudes personales de aquellos que acudían al oráculo.

La lucrativa industria incluía la fabricación y venta de imágenes del dios serpiente Glykon. Numerosos trabajadores autónomos se habían establecido en las inmediaciones del santuario para ofrecer a los desconcertados peregrinos una interpretación adecuada de las ininteligibles respuestas oraculares. Esta era una tarea sujeta a tributo, pues los intérpretes debían pagar a Alejandro un talento ático cada uno.
Además, obtenía dinero de la extorsión a los poderosos que habían sido tan imprudentes como para dejar constancia escrita de sus secretos anhelos de poder en las tablillas de consulta al oráculo, a los que chantajeaba convenientemente.
Por supuesto, la “epifanía de Glykon” generaría riqueza para la población local, a costa, claro está, de las víctimas económicas y morales del negocio.
La región oriental del Imperio había sido azotada por una serie de catástrofes desde mediados del siglo II. Hambre, inundaciones, guerras, terremotos, que asolaron Rodas, Mitilene y, más tarde Esmirna. En el año 165 se desencadenó una epidemia que causó elevadísima mortandad: la peste antonina. A ella hace referencia un oráculo de Alejandro.
Así lo cuenta, con ironía, Luciano:
Y distribuyó un oráculo, autófono también este por todos los países, en la época de la peste. Era un verso solo: Febo, dios de intensa cabellera, aparta el / nubarrón de la peste. Y se podía ver este verso por todas partes, escrito sobre las puertas, como protección contra la peste. Pero a la mayor parte de la gente le resultó justo al contrario. Pues por algún azar quedaron vacías especialmente las casas en las que se había escrito el verso. No quiero decir por ello que perecieran por culpa del verso. Sucedió así por mero azar. Quizás también, los más, se descuidaron y vivieron en total despreocupación, sin contribuir en ayuda del oráculo contra la peste…
Pero la mayor osadía de Alejandro, que según sus crédulos seguidores curaba a los enfermos e incluso había resucitado ya a algún muerto, sucedió con ocasión de las llamadas guerras marcomanas (166 y ss.), una serie de conflictos armados librados entre el Imperio Romano y las tribus germanas del norte, en torno a la cuenca del Istrio (Danubio). Alejandro habría hecho de pitoniso para el emperador Marco Aurelio gracias a la influencia de Plubio Mumio Sisenna Rutiliano, gobernador de Asia. Predijo una gran victoria si arrojaban dos leones vivos (dos servidores de Cibeles), perfumes y ricas ofrendas al Danubio.
«Y al momento habrá una victoria, y gloria magna, junto a la anhelada paz. Se hicieron las cosas según había ordenado, pero los leones escaparon nadando a tierra enemiga y los bárbaros los mataron a palos como si fueran algún género extraño de perros o lobos. Y al momento sobrevino un enorme desastre sobre los nuestros….».
Por supuesto, Alejandro se defendió recordando la socorrida anécdota de Creso en relación al oráculo de Delfos: el oráculo había predicho una victoria, sin revelar si de los romanos o de sus enemigos.
En Alejandro o el falso profeta Luciano no desaprovecha la oportunidad de mostrar abiertamente su simpatía por el epicureísmo, al considerar que esta escuela filosófica era la más beligerante contra las supersticiones del momento. La postura de los epicúreos, intransigente con la superstición y la inconcebible credulidad de muchos, había tenido como consecuencia, en no pocas ocasiones, su persecución. “A un epicúreo que osó ponerlo en evidencia ante una asistencia numerosa, lo hizo correr grave peligro”.
Son muchas las incógnitas que suscitan la vida y la obra de Luciano pero no podemos por menos que reconocer su lúcido carácter escéptico. Ataca especialmente aquellos credos insólitos que habían surgido dentro de un politeísmo cada vez más desacreditado. El autor no llegaría a reconocer la gigantesca fuente de superstición que se empezaba a consolidar con el progresivo despliegue del cristianismo.
Con razón dejó Luciano escrito para los tiempos venideros: “…la vida de los hombres está despóticamente gobernada por dos importantísimos factores: la esperanza y el miedo, y quien sepa sacar mejor partido de uno y otro se enriquecerá rápidamente”.
Sigue siendo necesario reivindicar más Luciano y menos Filóstrato.
Bibliografía:
Filóstrato, Flavio (2021). Vida de Apolonio de Tiana. Madrid: Alianza Editorial.
Luciano de Samósata (1989). Alejandro o el falso profeta. Sobre la muerte de Peregrino. Madrid: Akal.
Luciano de Samósata (2017). Relatos fantásticos. Cuentistas o El descreído. Madrid: Alianza Editorial.