Auto de fe de la Inquisición (1808-1812) y Procesión de disciplinantes (1812-1819).
“Cada aparente error de dibujo y color de Goya, cada monstruosidad, cada deforme cuerpo, cada extravagante tinta, cada línea desviada, es una áspera y tremenda crítica. He ahí un gran filósofo, un gran vindicador, un gran demoledor de todo lo infame y lo terrible. Yo no conozco obra más completa de la sátira humana”. José Martí.
En el cuadro Auto de fe Francisco de Goya presenta la escena de un autillo, un tipo de auto de fe que tenía lugar en los locales de la Inquisición y al que sólo asistían personas expresamente convocadas por el tribunal. Los condenados a muerte, identificados por la coroza con llamas, escuchan la sentencia leída por un fraile desde una tribuna. En el centro, un inquisidor vestido de negro y adornado con una cruz señala a los condenados sin mirarlos. Entre el afrentoso tribunal, frailes de redondos y cretinos carrillos.
Este tema se ha abordado numerosas veces en la pintura, siendo un conocido precedente el Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid, óleo sobre lienzo realizado en 1683 por el pintor español Francisco Rizi.
En Procesión se muestra, en primer término, a unos disciplinantes ensangrentados. Uno de ellos, empalado. A su izquierda, en andas y presidiendo la escena, tres figuras religiosas (una Virgen sin rostro, un Ecce Homo y un Cristo crucificado), avalan con su presencia la flagelación. Beatas arrodilladas. Gente que mira. Día de fiesta.
El término «disciplinante» poseía en 1812 varios significados. Se refería al “que sacan a azotar públicamente por haber cometido algún delito o sacan a la vergüenza” y también “el que iba en los días de Semana Santa disciplinándose”. En un caso, el disciplinante es objeto de escarnio y, en el otro, alude a un acto colectivo de “devoción” del pueblo español con procesión de penitentes y flagelantes.
El cuadro se pintó después del retorno al absolutismo, con la represión a liberales y afrancesados por Fernando VII, y hace pensar que Goya lo realizó como paradigma de la vuelta a las «viejas costumbres» y como crítica a las torturas físicas de los disciplinantes, tan denostadas por los ilustrados.
El cuento de Voltaire Historia de los viajes de Escarmentado contiene un inolvidable relato en el que se narra con sarcasmo el encuentro del protagonista con la Inquisición en España:
“…me embarqué hacia España. Estaba la Corte en Sevilla; habían llegado los galeones de Indias, y en la más hermosa estación del año, todo respiraba bienestar y alborozo. Al final de una calle de naranjos y limoneros vi un inmenso espacio acotado donde lucían hermosos tapices. Bajo un soberbio dosel se hallaban el rey y la reina, los infantes y las infantas. Enfrente de la familia real se veía un trono todavía más alto. Dije, volviéndome a uno de mis compañeros de viaje:
-Como no esté ese trono reservado a Dios, no sé para quién pueda ser.
Oídas que fueron por un grave español estas imprudentes palabras, me salieron caras. Yo creía que íbamos a ver un torneo o una corrida de toros, cuando vi subir al trono al inquisidor general, quien, desde él, bendijo al monarca y al pueblo.
Vi luego desfilar a un ejército de frailes en filas de dos en dos, blancos, negros, pardos, calzados, descalzos, con barba, imberbes, con capirote puntiagudo y sin capirote; iba luego el verdugo, y detrás, en medio de alguaciles y duques, cerca de cuarenta personas cubiertas con ropas donde había llamas y diablos pintados. Eran judíos que se habían empeñado en no renegar de Moisés y cristianos que se habían casado con sus concubinas, o que no fueron bastante devotos de Nuestra Señora de Atocha, o que no quisieron dar dinero a los frailes Jerónimos. Se cantaron pías oraciones, y luego fueron quemados vivos, a fuego lento, todos los reos; con lo cual quedó muy edificada la familia real”.
Para no olvidar.
La maldad y brutalidad humana. La singular y sangrienta historia de España.
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