«Las viejas» o «¿Qué tal?». 1810-1812. Francisco de Goya.

En el primero de los episodios nacionales (Trafalgar) escrito en 1873, Benito Pérez Galdós realiza una memorable descripción de Doña Flora, uno de sus personajes:

Vestía con lujo, y en su peinado se gastaban los polvos por almudes y como no tenía malas carnes, a juzgar por lo que pregonaba el ancho escote y por lo que dejaban transparentar las gasas, todo su empeño consistía en lucir aquellas partes menos sensibles a la injuriosa acción del tiempo, para cuyo objeto tenía un arte maravilloso. Era doña Flora persona muy prendada de las cosas antiguas; muy devota, aunque no con la santa piedad de mi doña Francisca y grandemente se diferenciaba de mi ama, pues así como esta aborrecía las glorias navales, aquella era entusiasta por todos los hombres de guerra en general y por los marinos en particular. Inflamada en amor patriótico, ya que en la madurez de su existencia no podía aspirar al calorcillo de otro amor, y orgullosa en extremo, como mujer y como dama española, el sentimiento nacional se asociaba en su espíritu al estampido de los cañones, y creía que la grandeza de los pueblos se medía por libras de pólvora.

Doña Flora de Cisniega era una vieja que se empeñaba en permanecer joven: tenía más de cincuenta años; pero ponía en práctica todos los artificios imaginables para engañar al mundo, aparentando la mitad de aquella cifra aterradora. Decir cuánto inventaba la ciencia y el arte en armónico consorcio para conseguir tal objeto, no es empresa que corresponde a mis escasas fuerzas. Enumerar los rizos, moñas, lazos, trapos, adobos, bermellones, aguas y demás extraños cuerpos que concurrían a la grande obra de su monumental restauración, fatigaría la más diestra fantasía: quédese esto, pues, para las plumas de los novelistas, si es que la historia, buscadora de las grandes cosas, no se apropia tan hermoso asunto. Respecto a su físico, lo más presente que tengo es el conjunto de su rostro, en que parecían haber puesto su rosicler todos los pinceles de las academias presentes y pretéritas. También recuerdo que al hablar hacía con los labios un mohín, un repliegue, un mimo, cuyo objeto era o achicar con gracia la descomunal boca, o tapar el estrago de la dentadura, de cuyas filas desertaban todos los años un par de dientes; pero aquella supina estratagema de la presunción era tan poco afortunada, que antes la afeaba que la embellecía.

El texto recuerda uno de los temas que Francisco de Goya abordó con cierta recurrencia, entre otros en el cuadro conocido como «Las viejas» o «¿Qué tal?» (1810-1812).

La protagonista de la escena es una vieja decrépita, de cuerpo flaco y consumido. Se sienta en compañía de otra vieja con aspecto de celestina, y sostiene entre sus manos un pequeño medallón que probablemente muestra su imagen cuando era joven. La mujer aparece enjoyada con todo tipo de ornamentos para el pelo, pendientes y pulseras, haciendo gala de vida acomodada. La acompañante, servidora fiel, le acerca un espejo donde se ve reflejado su ajado rostro. En el espejo, Goya ha escrito con ironía ¿Qué tal?, pregunta que quizás la vieja no escuche, sumida en el recuerdo de su belleza marchita.

Detrás de las mujeres aparece la figura implacable de Cronos, representado por un hombre con alas, de barba y pelo blancos. Sujeta una escoba con la que va a barrer a la mujer. A la vanidad le ha llegado su hora.

Por el pasador de pelo en forma de flecha que adorna el teñido cabello rubio, símbolo de Cupido, se ha querido identificar a la vieja con la reina María Luisa, que luce una horquilla parecida en el cuadro La familia de Carlos IV.

En realidad, el tema de este lienzo ya fue tratado en la serie Los Caprichos. En el Capricho 55 aparece una mujer que se acicala frente al espejo, ajena a las mofas de los personajes del fondo. La leyenda dice Hasta la muerte, con la certeza de que, hasta el final, la mujer seguirá disfrazándose con todo tipo de artificios.