El Cristo de Munkácsy (1881) según José Martí.

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José Martí escribió en la década de 1880 a 1890 una serie de artículos y crónicas que desde Nueva York enviaba a distintas publicaciones hispanoamericanas. Periódicos de Venezuela, México, Panamá, Uruguay, Argentina y los propios Estados Unidos recibían los artículos del escritor cubano.

Una de esas Cartas de Nueva York está dedicada al cuadro Cristo ante Pilatos (1881) del pintor húngaro Mihály Munkácsy (1844-1900).

Martí considera la obra “digna del aplauso de los siglos” y lleva a cabo una interpretación personal donde recrea una espiritualidad centrada en el hombre, una interpretación humana de la divinidad (“lo divino está en lo humano”, escribe) donde el triunfo de Jesús es “la encarnación más acabada del poder invencible de la idea”. En el mismo sentido interpreta la resurrección.

Para Martí, Munkácsy no ve a Jesús “como la resignación que cautiva, como el perdón inmaculado y absoluto que no cabe, no cabe, en la naturaleza humana: cabe el placer de domar la ira; pero sería menos hermosa y eficaz la naturaleza del hombre si pudiese sofocar la indignación ante la infamia, que es la fuente más pura de la fuerza”.

Lo que Martí exalta es el valor supremo del hombre entregado a la transformación redentora del mundo por el propio y voluntario sacrificio. Ese es su Cristo.

 

El Cristo de Munkácsy. José Martí.

Nueva York. 2 de diciembre de 1886.

“¡Ah!, es preciso batallar para entender bien a los que han batallado; es preciso para entender bien a Jesús, haber venido al mundo en pesebre oscuro, con el espíritu limpio y piadoso, y palpado en la vida la escasez del amor, el florecimiento de la codicia y la victoria del odio  (…).

Ahí está en un sayón, flaco, huesudo; trae las manos atadas, estirado el cuello, la boca comprimida y entreabierta, como para dar paso a las últimas hieles. Se siente que acaban de poner sobre él la mano vil; que la jauría humana que lo cerca ha venido oteándolo como a una fiera; que lo han vejado, golpeado, escupido, traído a rastras, arrancado las vestiduras a pedazos, reducido a la condición más baja y ruin. ¡Y ese instante de humillación suma es precisamente el que el artista elige para hacerle surgir con una majestad que domina a la ley que tiene en frente, y a la brutalidad que lo persigue, sin ayudarse de un solo gesto, de un músculo visible;  de la dignidad del ropaje, de lo elevado de la estatura, del uso exclusivo del color blanco, de la aureola mística de los pintores! De la cabeza nada más se ayuda, de la mirada augusta bajo el ojo cóncavo, de la mejilla enjuta, de la boca contraída que aún revela la bravura humana, de la serena y adorable frente, honda hacia las sienes poco pobladas de cabellos y levantada en dosel sobre las cejas. ¡La mirada es el secreto del singular poder de esa figura! (…)

Todo se postra ante esos ojos que concentran cuanto cabe de amor, anunciación, claridad, altivez, en el espíritu. Él está al pie de las cuatro gradas que llevan al ábside de Pilatos; y Pilatos parece postrado ante él. Blanca es la túnica de Pilatos, como la suya, pero de la suya brota, sin ardid visible del pincel, una luz no que no brota de la del juez cobarde.

A su lado se revuelve la cólera, se atreve la insolencia, se discute la ley, se pide a gritos la muerte;  pero aquellos ojos curiosos o atrevidos, aquellos rostros frenéticos y descompuestos, aquellas bocas que hablan y que gritan, aquellos brazos iracundos y levantados, en vez de desviar la fuerza y la luz de su figura fulgurosa, se concentran en ella y la realzan por el contraste de su energía sublime con las bajas pasiones que lo cercan.

Le escena es en el pretorio de austera y vasta arquitectura. (…) El gentío alborotado se aprieta a la izquierda del lienzo sobre la figura de Jesús. Ni en el centro quiso ponerla el pintor, para tener esa dificultad más que vencer. Un magnífico soldado echa atrás con su pica a un gañán que vocifera con los brazos en alto: ¡figura soberana! ¡todos los pueblos tienen ese hombre bestial, lampiño, boca grande, nariz chata, mucho pómulo, ojo chico y viscoso, frente baja!;  rebosa en la figura ese odio insano de las naturalezas viles hacia las almas que las deslumbran y avergüenzan con su claridad; y, sin esfuerzo alguno artificioso ni violencia en el contraste, resaltan en el cuadro, en su doble oposición moral y física, el hombre acrisolado que ama y muere y el bestial que odia y mata.

A la derecha del lienzo está el romano Pilatos, en su toga blanca ribeteada del rojo de los patricios (…). En los ojos se ve el trastorno de sus pensamientos, el miedo a la muchedumbre, el respeto al acusado, la vacilación que le hace ir levantando una mano de la rodilla, como preguntándose qué ha de hacer con Jesús.

Comparable a la mejor creación artística es el fanático Caifás, que con el rostro vuelto hacia el Pretor le señala en un gesto imperante el gentío que reclama la muerte; aquella cabeza de la barba blanca increpa y apremia: de aquellos labios están saliendo las palabras, ardientes y duras.

Dos doctores sentados a la izquierda del ábside, miran a Jesús como si no acabasen de entenderlo. Al lado de Caifás clava un viejo los ojos en Pilatos, que tiene baja la cabeza. Un rico saduceo, de turbante y barba cana, mira a Jesús de lleno, rico el traje, arrellanado en el banco, en arco el brazo derecho, el izquierdo sobre el muslo: ¡es ese rico odioso de todos los tiempos!, la fortuna le ha henchido de orgullo brutal, la humanidad le parece su escabel, se adora en su bolsa y en su plenitud.

Entre él y Caifás discuten el caso jurídico los sacerdotes, éste con ojos torvos, aquel con frialdad de leguleyo; otro reclinado en la pared, de pie sobre el banco, mira en calma la revuelta escena.

Detrás del saduceo, junto mismo a Jesús, otro gañán, de realidad que maravilla, se inclina sobre la baranda en postura violenta para ver de frente el rostro al preso;  por encima de la cabeza del gañán, junto al pilar del arco que divide la escena sabiamente, una madre joven, con su niño en brazos, tiene puestos en Jesús sus ojos piadosos, que como toda su figura recuerdan las madonas italianas (…).

Es el hombre en el cuadro lo que entusiasma y ata el juicio. Es el triunfo y resurrección de Cristo, pero en la vida y por su fuerza humana. Es la visión de nuestra fuerza propia, en la arrogancia y claridad de la virtud. Es la victoria de la nueva idea, que sabe que de su luz puede sacarse el alma, sin comercio extravagante y sobrenatural con la creación, ese amor sediento y desdén de sí que llevaron al Nazareno a su martirio. Es el Jesús sin halo, el hombre que se doma, el Cristo vivo, el Cristo humano, racional y fiero”.

 

Bibliografía:

  • Martí, José. (1987). Ensayos sobre arte y literatura. La Habana:  Pueblo y educación.

La Edad de Oro: de Martí para los niños de América

José Andrés Martínez García

La edad de oro

“Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo. Y queremos que nos quieran y nos vean como cosa de su corazón”.

La Edad de Oro incluye los cuatro números de la revista de recreo e instrucción que el poeta y revolucionario cubano José Martí escribió para los niños de América. La revista, de periodicidad mensual, fue publicada en Nueva York de julio a octubre de 1889, durante su exilio en dicha ciudad. Los grabados son reproducción de los originales.

En la dedicatoria el autor dice escribir para los niños y, por supuesto, para las niñas y apunta que “nunca es un niño más bello que cuando trae en sus manecitas de hombre fuerte una flor para su amiga, o cuando lleva del brazo a su hermana, para que nadie se la ofenda”. Con relación a la educación de las niñas recuerda que estas “deben saber lo mismo que los niños para poder hablar con ellos como amigos cuando vayan creciendo”, para luego advertir que “hay cosas muy delicadas y tiernas que las niñas entienden mejor”.

El título fue idea del editor Da Costa Gómez y alude al mito griego, recreado por numerosos poetas como Novalis, que caracteriza a dicha edad como el tiempo de la inocencia.

El 3 de agosto de 1889 Martí escribe una carta a su amigo Manuel Mercado en la que le manifiesta que la revista, a pesar de la humildad de la forma, incorpora “pensamiento hondo”, con el fin de forjar “hombres originales, criados para ser felices en la tierra donde viven”, puesto que “el abono se puede traer de otras partes pero el cultivo se debe hacer conforme al suelo”. Para concluir que “a nuestros niños los hemos de criar para hombres de su tiempo y para hombres de América”.

Esa formación, tan necesaria, del hombre conforme al tiempo y lugar hizo que el escritor llegara a calificar como criminal el divorcio entre la educación que se recibe en una época y la época misma; insistiendo asimismo en la necesidad de una educación científica y práctica. En este sentido hay que entender su proyecto reformador de dotar a las escuelas de talleres, ubicándose las de agricultura directamente en los campos. En su idea de fomentar el conocimiento práctico, la revista hablará de oficios y talleres que es donde se hace “la magia de verdad, más linda que la otra”.

Ensayos, cuentos, poemas, crónicas, versiones o adaptaciones de cuentos clásicos, incluso una Ilíada para niños, dan cuerpo a una publicación periódica con un coherente sentido pedagógico. Instruir y educar (como él distinguía), a través de una muestra de la actividad multifacética del hombre en sus más altas realizaciones: en el trabajo, en el arte y en la historia.

Del contenido se deduce que estaba dirigida a edades distintas. Algunos artículos se leen con facilidad, mientras que otros requieren, como sugiere el autor, ser leídos dos veces. La temática es muy variada: Tres héroes, Las ruinas indias y El Padre Las Casas son trabajos esencialmente anticolonialistas; el tema social está presente en Meñique (con la vida miserable de su familia frente a la opulencia de la corte), Bebé y el señor don Pomposo (con los contrastes entre Bebé y Raúl) y Los zapaticos de rosa (con el mundo desigual de Pilar y la niña pobre); versan sobre valores humanos en general textos como La perla de la mora (donde se muestra el egoísmo humano) o La muñeca negra (con ideas asimismo en contra del racismo); la cultura universal está presente en Músicos, poetas y pintores; la Naturaleza y el hombre se abordan en Cuentos de elefantes y en Dos milagros;  en Un juego nuevo y otros viejos, La historia del hombre contada por sus casas y La exposición de París lo esencial es la identidad universal del ser humano; en Nené traviesa  y Los dos príncipes se trata el tema de la muerte; por último, La Ilíada, obra muy valorada por Martí, resultó un marco adecuado para exponer algunas ideas acerca de la religión.

Todo puede contarse a los niños si sabemos hacerlo. Pero hay que respetar una condición esencial: debe decirse la verdad. Lo expone en La Galería de las máquinas: “A los niños no se les ha de decir más que la verdad y nadie debe decirles lo que no sepa que es como se lo está diciendo, porque luego los niños viven creyendo lo que les dijo el libro o el profesor y trabajan y piensan como si eso fuera verdad, de modo que si sucede que era falso lo que les decían, ya les sale la vida equivocada, y no pueden ser felices con ese modo de pensar, ni saben cómo son las cosas de veras, ni pueden volver a ser niños y empezar a aprenderlo todo de nuevo”.

La Edad de Oro mantiene su vigencia y frescura hablando a los niños en un lenguaje universal. Especialmente recomendables hoy pueden ser, para los más pequeños, cuentos como Bebé y el señor don Pomposo, Nené traviesa o La muñeca negra. También  poemas como Los zapaticos de rosa. 

Los lectores de mayor edad pueden centrar su interés en algunos de los ensayos. El que da inicio al primer número es Tres héroes y no es casual. El texto es un homenaje a tres hombres decisivos en la independencia de América: Simón Bolívar, José de San Martín y Miguel Hidalgo. Y lo hace con un fuerte contenido de educación moral y ética social. Para Martí un hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que cambie, no es un hombre honrado: “Hay hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan ser libres para ser dichosas. El elefante no quiere tener hijos cuando vive preso. La llama del Perú se echa en la tierra y se muere cuando el indio le habla con rudeza, o le pone más carga de la que puede soportar. El hombre debe ser por lo menos tan decoroso como el elefante o la llama”. A estos hombres que lucharon por devolver a los pueblos su libertad se les deben perdonar sus errores. “Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz”. Para sentenciar finalmente que “en el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres”.

En la Ilíada de Homero, el poeta cubano subraya que lo hermoso del libro es la manera como se presenta el mundo: como si lo viera el hombre por primera vez. El artículo le sirve para indicar a los pequeños lectores una de las enseñanzas del mito: en la guerra de Troya triunfa la inteligencia de Ulises. El que entra finalmente en Troya no es Ajáx, el del escudo, ni Aquiles, el de la lanza, ni Diomedes, el del carro, sino Ulises, el hombre de ingenio. En la Ilíada hay mucha filosofía, mucha ciencia y mucha política, y se enseña a los hombres, como sin querer, que los dioses no son en realidad más que poesías de la imaginación”, que “son los hombres los que inventan a los dioses a su semejanza y cada pueblo imagina un cielo diferente, con divinidades que viven y piensan lo mismo que el pueblo que las ha creado y las adora en los templos: porque el hombre se ve pequeño ante la naturaleza que lo crea y lo mata y siente la necesidad de creer en algo poderoso y de rogarle, para que no le quite la vida”. Martí recuerda que “todavía hoy dicen los reyes que el derecho de mandar en los pueblos les viene de Dios, que es lo que llaman el derecho divino de los reyes y no es más que una idea vieja… Los griegos creían, como los hebreos y como otros muchos pueblos, que ellos eran la nación favorecida por el creador del mundo y los únicos hijos del cielo en la tierra”. Sobre este tema volverá en Un paseo por la tierra de los Anamitas, cuando advierte que “si Buda hubiera vivido, habría dicho la verdad, que él no vino del cielo sino como vienen los hombres todos, que traen el cielo en sí mismos”.

En Las ruinas indias Martí escribe que no hay poema más triste y hermoso que el que se puede hacer con la historia americana. En relación con los indios, los españoles vencedores “exageraban o inventaban los defectos de la raza vencida para que la crueldad con la que la trataron pareciese justa y conveniente al mundo”. Entre otras manifestaciones de la cultura indígena, nos cuenta la historia de Tenochtitlán, la capital de los aztecas cuando Hernán Cortés llega a México y de Chichén Itzá, uno de los principales sitios arqueológicos mayas de la Península de Yucatán. Dice que la opresión en que sumieron los gobernantes indígenas a su pueblo les obligó a refugiarse en la religión. Por ello imaginaron que los españoles eran “los soldados del dios Quetzalcóatl que los sacerdotes les anunciaban que volvería del cielo a libertarlos de la tiranía”. La confusión fue utilizada por Cortés para fomentar la rivalidad entre pueblos hermanos, dividiéndolos, dominándolos, esclavizándolos. El autor alude al colorido y el simbolismo del quetzal “que se muere de dolor cuando cae cautivo o cuando se rompe o lastima la pluma de la cola”, como metáfora de la América doliente.

Músicos, poetas y pintores  aborda el mundo de la creación artística. Pretende acercar a los jóvenes la biografía de aquellos hombres (Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, Miguel Ángel, Rafael, Cervantes, Schiller, Voltaire, Shakespeare, Keats, Shelley, Byron…) que destacaron en las distintas ramas del arte, recordado que “en el fuego tumultuoso de la juventud” es donde han nacido muchas de las obras más nobles de la música, la pintura y la poesía, aun cuando la fuerza del genio –por supuesto- no se acabe con la juventud. Para Martí “cada ser humano lleva en sí un hombre ideal, lo mismo que cada trozo de mármol contiene en bruto una estatua tan bella como la que el griego Praxíteles hizo del dios Apolo”, y acude al poeta norteamericano Emerson para señalar que, en realidad, la mejor obra de arte es la de la propia vida, esa maravillosa novela que resulta cuando se narra la vida de un hombre valioso que ha sabido cumplir con su deber. Para el escritor “la agitación del arte es natural y sana, y el alma que la siente padece más de contenerla que de darle salida”. Concluye que toda persona tiene el deber de cultivar su inteligencia por respeto a ella misma y a los demás y, tras prevenirnos de que “en el mismo hombre suelen ir unidos un corazón pequeño y un talento grande”, afirma que el ser bueno“le hace a uno fuerte y feliz”.

En El padre Las Casas, Martí lleva a cabo una apología de este hombre que dedicó medio siglo de su vida a luchar para que los indios no fuesen esclavos. Nos cuenta cómo, sabiendo que de abogado no tenía ninguna autoridad, se hizo sacerdote para contar, en lo posible, con el apoyo de la Iglesia; y cómo realizó sus denuncias con sagacidad para no enfrentarse al rey de España y a la Inquisición. Bartolomé de las Casas (que acabó siendo obispo de Chiapas) documentaría sistemáticamente en su obra Destrucción de las Indias el sufrimiento del indio americano y los crímenes cometidos por los conquistadores porque, según sus palabras, “la maldad no se cura sino con decirla y hay mucha maldad que decir y la estoy poniendo donde no me la pueda negar nadie, en latín y en castellano”. Este artículo le sirve para advertir que “los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no les avergüence con su virtud o les estorbe sus ganancias; pero en cuanto se les pone en su camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, o dejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero y le van clavando la puñalada en la sombra. El hombre virtuoso debe ser fuerte de ánimo y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar a que los demás le ayuden, porque estará siempre solo”.

Haciendo uso de un estilo aforístico, Martí presenta generalizaciones de corte filosófico con el fin de sintetizar postulados éticos que le interesa remarcar. La última página de cada número de la revista se utiliza frecuentemente con el mismo fin, formulando en ocasiones preguntas para que el lector reflexione sobre lo leído.

Los consejos morales se suceden: “Los niños debían juntarse una vez por lo menos a la semana, para ver a quién podían hacerle algún bien, todos juntos” […] “Las cosas buenas se deben hacer sin llamar al universo para que lo vea a uno pasar. Se es bueno porque sí; y porque allá adentro se siente como un gusto cuando se ha hecho un bien, o se ha dicho algo útil a los demás”. 

En la última página del cuarto número (el último que vería la luz) el autor de La Edad de Oro escribe: “Así son los padres buenos, que creen que todos los niños son sus hijos y andan como el río Nilo, cargados de hijos que no se ven y son los niños del mundo, los niños que no tienen padre, los niños que no tienen quién les de velocípedo, ni caballo, ni cariño, ni un beso”; para terminar con una reflexión que incluye una llamada al conocimiento de la Naturaleza en sentido amplio: “Se han de conocer las fuerzas del mundo para ponerlas a trabajar y hacer que la electricidad que mata en un rayo, alumbre en la luz” […] “La vida de tocador no es para hombres. Hay que ir de vez en cuando a vivir en lo natural y a conocer la selva.”

A pesar de ser tan diversas las temáticas abordadas, se observa en todo momento un común denominador: el objetivo martiano es configurar un código de valores (cuyas bases esenciales son el sentido del deber, la belleza entendida como perfeccionamiento y la bondad consciente acompañada del conocimiento del mundo) que ayude a niños y jóvenes a conducir sus vidas. Una transmisión de valores que se lleva a cabo siempre intentando conmover a través de los sentimientos. La Edad de Oro es la concreción de una metodología del mejoramiento humano.

La última y no buscada de las lecciones morales de este proyecto literario tendrá que ver con las razones que explican la corta andadura de la revista, a pesar del buen éxito de crítica. La última pero no la menos importante. Se produjo un desencuentro con el editor debido a la pretensión de este de censurar, por motivos religiosos, el contenido de la misma. Martí se lo cuenta con gran disgusto a su fraternal amigo Manuel Mercado en carta fechada el 26 de noviembre de 1889: “Quería el editor que yo hablase del temor de Dios y que el nombre de Dios y no la tolerancia y el espíritu divino, estuvieran en todos los artículos e historias. ¿Qué se ha de fundar así en tierras tan trabajadas por la intransigencia religiosa como las nuestras?”. Como muestra de ecuanimidad, continúa explicando que no puede aceptar “ni ofender de propósito el credo dominante, porque fuera abuso de confianza y falta de educación, ni propagar de propósito un credo exclusivo” y que, dado lo humilde de la empresa, esta solo merece la pena si se mantienen a salvo principios tan fundamentales.

Aunque fue en su lucha por la emancipación de América donde ejerció el magisterio mayor, no hay que olvidar que José Martí trabajó como profesor en varios momentos de su vida. En La Edad de Oro su lenguaje no perdió belleza. Ganó ternura. Escribe el maestro. Escribe el padre.  La revista dejaría de publicarse, pero esa ternura y esa vocación educadora no se detuvieron, convirtiéndose pronto el Maestro en el impulsor de la La Liga de la Instrucción de Nueva York dirigida a los obreros de color, para luego regresar a la docencia como profesor de español en la Central High School.

 Bibliografía:

  • Martí, José (1998). La Edad de Oro. La Habana: Gente Nueva.

Cómo citar el artículo:

Martínez García, J.A. (2015). La Edad de Oro: de Martí para los niños de América. Criterios. León. Disponible en: http://wp.me/p5x5PF-5Z

El ejercicio del criterio

“Crítica es el ejercicio del criterio. Destruye los ídolos falsos, pero conserva en todo su fulgor a los dioses verdaderos”. José Martí (Discurso el 21 de junio de 1879 en el Liceo de Guanabacoa).

El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define el criterio como la norma para conocer la verdad y también como el juicio o discernimiento. Discernir, cerner, que significa pasar algo por la criba (el tamiz de la razón).

Sirva esta cita de Martí para presentar un blog que solo pretende compartir criterios propios, sin otros objetivos.

Al fin y al cabo,

“¡Qué pena si este camino fuera de muchísimas leguas
y siempre se repitieran
los mismos pueblos, las mismas ventas,
los mismos rebaños, las mismas recuas!
¡Qué pena si esta vida tuviera
– esta vida nuestra –
mil años de existencia!
¿Quién la haría hasta el fin llevadera?
¿Quién la soportaría toda sin protesta?
¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra
al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?
Los mismos hombres, las mismas guerras,
los mismos tiranos, las mismas cadenas,
los mismos farsantes
¡y los mismos, los mismos poetas!
¡Qué pena,
que sea así todo siempre, siempre de la misma manera!”.

León Felipe.