El viaje a Oaxaca de Oliver Sacks.

José Andrés Martínez García

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Lector entusiasta de los libros de historia natural decimonónicos (Humboldt, Russel Wallace, Spruce, Darwin…), el explorador de la mente humana Oliver Sacks se lanza en este diario de viaje a describir sus impresiones y descubrimientos botánicos en el suroeste de México. Y como en los buenos diarios, lo científico se une con lo personal. No es casualidad que del gran Humboldt valore no sólo su talento como naturalista sino también su sensibilidad hacia las diferentes culturas y pueblos con los que se encontró; algo que no puede decirse de otros naturalistas y que es, sin embargo, el santo y seña de todo gran hombre.

El objetivo del viaje es el estudio de esas discretas plantas conocidas como criptógamas (helechos, licopodios, colas de caballo…), en compañía de un grupo de la American Fern Society (Sociedad Americana de Helechos). Unos amigos a los que une la pasión por la botánica. Sacks reivindica su carácter de “aficionados” (amateurs, es decir, amantes en el mejor sentido de la palabra), lo cual no es incompatible con la erudición. El naturalista aficionado, generalmente autodidacta, se caracteriza por una memoria admirable vinculada al descubrimiento y un amor por el objeto de estudio que otorga un contenido fuertemente emocional a su relación con la naturaleza. Lo cierto es que, en el trabajo de campo, los aficionados han hecho y siguen haciendo grandes contribuciones a la  ciencia: en astronomía, mineralogía, paleontología, ornitología, botánica… Lo más importante no es el adiestramiento sino, como indica Sacks, ese “ojo del naturalista, que se caracteriza por una mezcla de disposición natural, biofilia, experiencia y pasión”.

Quien fuera  profesor de neurología clínica en el Albert Einstein College de Nueva York, encuentra en su afición botánica un espacio no afectado por las «rivalidades casi asesinas que no tardarían en caracterizar a un mundo cada vez más profesionalizado”. “Con frecuencia he de ir a reuniones profesionales de neurólogos y neurocientíficos, pero el ambiente [en la Fern Society] era del todo diferente y evidenciaba una libertad, una naturalidad y una falta de competitividad que no había visto jamás en ninguna reunión profesional”.

¿De dónde procede su interés por estas plantas?

Sacks recuerda la moda victoriana de los helechos. En Inglaterra muchas casas tenían terrarios con diversas especies, algunas de ellas exóticas. Estas plantas le seducen por sus volutas, sus frondes circinados y su origen antiguo: han sobrevivido, con escasos cambios, desde hace trescientos millones de años. Uno puede imaginarse viviendo en un mundo paleozoico, con plantas sin flores, donde el viento (y no los insectos) se encargaba de dispersar las esporas. “Prefiero el mundo verde y sin aroma de los helechos, el mundo tal como era antes de que aparecieran las flores. Un mundo, además, de un encantador recato, en el que los órganos reproductores no están aparatosamente expuestos, sino ocultos, con cierta delicadeza, en la parte inferior de los frondes”. «Siempre me he sentido inclinado hacia la botánica de las criptógamas. Las flores, con su carácter explícito, su abundancia, me parecen excesivas».

Mucho después de que se comprendiera la reproducción sexual de las fanerógamas (las plantas con flores), la reproducción de los helechos siguió siendo un misterio. Se buscaban las semillas de estas plantas pero, puesto que nadie las veía, se supuso que poseían una condición mágica: estas eran invisibles y conferían invisibilidad. Sacks recuerda a Shakespeare quien, en su obra Enrique IV,  hace decir a uno de los sicarios de Falstaff:  “Obra en nuestro poder la semilla del helecho, y somos invisibles al caminar”. Dado que se desconocía la forma precisa de su reproducción, se acuñó el término de criptógamas para referirse a este carácter oculto. Hasta mediados del siglo XIX no se descubrió el efímero gametofito, que permitió comprender el ciclo reproductor de estos seres vivos.

Se considera que Oaxaca posee la flora más rica de México. Debe tenerse en cuenta que en este territorio aparecen todas las clases de hábitats posibles (árido valle central, bosque lluvioso, bosque de niebla, laderas de montaña…). La diversidad de helechos es asombrosa, con varios cientos de especies. Muchas de ellas se recogen en el cuaderno de campo de Sacks: helechos arborescentes, trepadores…, además de plantas emparentadas como las colas de caballo gigantes, los licopodios («plantas liliputienses de un país encantado con minúsculas hojas y piñas») y las selaginelas (plantas de la resurrección).

El libro también contiene otras referencias botánicas: a los nopales o tunas (Opuntia sp), al árbol del cacao (cuyo fruto era consumido por mayas y aztecas y que estos últimos consideraban un alimento de los dioses), a la yuca, al agave o maguey (de donde se obtiene el mezcal), a los bosquecillos de pasionarias y, especialmente, a los enormes ahuehuetes (Taxodium mucronatum).

Sacks visita en Santa María del Tule el conocido como árbol del Tule (el Gigante), un colosal ahuehuete que se encuentra en el patio de la iglesia de una antigua misión española. De una edad que podría superar los 2.000 años, impresiona no tanto por su altura (unos cuarenta metros) como por su circunferencia (12 de diámetro y 36 de perímetro). Se asemeja a una criatura mitológica cuyas infinitas ramas dan cobijo a cientos de aves.

Pero Oliver Sacks también es sensible a la historia, cultura y sociedad del territorio que visita. «¡Cuán especial es ver otras culturas y comprobar hasta qué punto son diferentes y lo poco universal que es la tuya!».

Entre los sitios arqueológicos que menciona en su libro, destaca el Monte Albán, una de las ciudades más importantes de Mesoamérica. Se fundó en el 500 a.C sobre la cima de una montaña en el centro de los Valles Centrales de Oaxaca y funcionó como capital de los zapotecas desde los inicios de nuestra era hasta el 800 d. C.

El autor refiere cómo muchas iglesias católicas fueron edificadas sobre la destrucción de la arquitectura indígena, una costumbre de alto valor simbólico que da cuenta de la barbarie del conquistador. Así ocurre, por ejemplo, con las ruinas zapotecas de Mitla. También recuerda la destrucción de todo tipo de documentos escritos de mayas y aztecas (y de civilizaciones precedentes). «Sus exquisitos y delicados manuscritos, con las páginas de corteza de árbol, no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir a los autos de fe, y fueron destruidos por miles, hasta el punto de que apenas se conservan media docena». Asímismo, en su insaciable codicia, los conquistadores fundieron miles de objetos decorativos de oro (era el único valor que los indígenas daban al mineral) destruyendo toda la cultura ligada a estas manifestaciones artísticas.

No se olvida tampoco de la pobreza: albañales al aire libre, niños con infecciones oculares, con llagas, suciedad… Es la otra cara de Oaxaca que conviene conocer «antes de ponerse uno demasiado lírico sobre el edén natural en que se encuentra».

Alejándose del ensayo filosófico de base neurocientífica que ha dominado su obra, este es un libro sobre el viaje enriquecedor, sobre el placer del descubrimiento relacionado con la experiencia naturalista. Al fin y al cabo, Oliver Sacks acostumbraba a decir que se veía a sí mismo como un «naturalista o un explorador» y no solo de territorios neurológicos diversos.

No podemos sino identificarnos con Sacks cuando en el libro reconoce que, en cierto sentido, «es muy poco el goce permitido en estos tiempos y, sin embargo, no hay duda de que la vida está para gozarla”.  Viajando.