Camus-Germain. Cartas.

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Es conocida la emotiva carta que Albert Camus envió a su maestro de primaria, Louis Germain, el 19 de noviembre de 1957, tras conocer que había sido premiado con el Nobel de literatura (“… le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”). El 10 de diciembre Camus dedicaría al propio Germain su discurso en la ceremonia de Estocolmo. La carta de Camus apareció publicada en su obra póstuma El primer hombre (1995), casi tres décadas después de ser escrita.

Menos conocida es, en cambio, la carta que Germain remite a Camus el 30 de abril de 1959 y que se recoge asimismo en las páginas finales del libro. Si la del escritor, paradigma de la gratitud humana, se ha considerado un soberbio homenaje a los maestros, la del señor Germain lo es asimismo en no menor medida. Y lo es porque nos muestra de qué tipo de maestro estamos hablando.

En la escuela de Belcourt (Argel), Camus, con diez años, encontró a «un segundo padre; o el primero», como dice su gran biógrafo Olivier Todd. Germain, un hombre de ideas republicanas, un librepensador, fue decisivo en el futuro del escritor, al convencer a su madre y a su abuela para que, en lugar de ponerse a trabajar (como su hermano Lucien), continuara sus estudios de educación secundaria. Le dio clases extraescolares y se preocupó de que le concedieran una beca, acompañándole al examen de ingreso en el Liceo de Argel, y esperando el resultado sentado en un banco en la plaza del instituto.

El primer hombre es una novela autobiográfica inconclusa (Albert Camus muere en accidente de tráfico el 4 de enero de 1960) en la que el autor recorre los años de su infancia en Argel. El país era entonces una provincia francesa. En la novela, Camus traza un retrato conmovedor de su maestro:

“No, la escuela no solo les ofrecía una evasión de la vida de familia. En la clase del señor Bernard por lo menos la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del señor Germain (aquí el autor da al maestro su verdadero nombre), sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les juzgaba dignos de descubrir el mundo. Más aún, el maestro no se dedicaba solamente a enseñarles lo que le pagaban por enseñar: los acogía con simplicidad en su vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus ideas, pues siendo, por ejemplo, anticlerical como muchos de sus colegas nunca decía en clase ni una sola palabra contra la religión ni contra nada de lo que podía ser objeto de una elección o de una convicción personal; en cambio, condenaba con la mayor energía lo que no admitía discusión: el robo, la delación, la indelicadeza, la suciedad”.

Y más tarde, cuando el señor Germain, tras aprobar el examen para la beca, se despide de él:

«Ya no me necesitas le dijo, tendrás otros maestros más sabios. Pero ya sabes dónde estoy, ven a verme si precisas que te ayude.

»Se marchó y Jacques (Jacques Cormery es el nombre que se da a sí mismo Albert Camus en la ficción) se quedó solo, perdido en medio de esas mujeres, después se precipitó a la ventana, mirando a su maestro, que lo saludaba por última vez y lo dejaba solo, y en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le estremeció el corazón, como si supiera de antemano que, con ese éxito, acababa de ser arrancado del mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendría que aprender, comprender sin su ayuda, convertirse en un hombre sin el auxilio del único hombre que lo había ayudado: tendría que crecer y educarse solo al precio más alto.»

Pero volvamos a la carta que Louis Germain remite a Camus desde Argel.

Mi pequeño Albert:

He recibido, enviado por ti, el libro Camus, que ha tenido a bien dedicarme su autor, el señor Brisville.

Soy incapaz de expresar la alegría que me has dado con la gentileza de tu gesto ni sé cómo agradecértelo. Si fuera posible, abrazaría muy fuerte al mocetón en que te has convertido y que seguirá siendo para mí «mi pequeño Camus».

Todavía no he leído la obra, salvo las primeras páginas. ¿Quién es Camus? Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo. ¡Y ahora, bueno! Esas impresiones me las dabas en clase. El pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y éstas se presentan constantemente. Una respuesta, un gesto, una mirada, son ampliamente reveladores. Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo. Y, estudiándote, nunca sospeché la verdadera situación de tu familia. Solo tuve una impresión en el momento en que tu madre vino a verme para inscribirte en la lista de candidatos a las becas. Pero eso fue, por lo demás, en el momento en que ibas a abandonarme. Hasta entonces me parecía que tu situación era la misma que la de todos tus compañeros. Siempre tenías lo que te hacía falta. Como tu hermano, estabas correctamente vestido. Creo que no puedo hacer mejor elogio de tu madre.

Volviendo al libro del señor Brisville, su iconografía es abundante. Y tuve la grandísima emoción de conocer, por su imagen, a tu pobre padre, a quien siempre consideré “mi camarada”. El señor Brisville ha tenido a bien citarme: se lo agradeceré. […]

He visto la lista, en constante aumento, de las obras que te están dedicadas o que hablan de ti. Y es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo. […]

Temo por ti que abuses de tus fuerzas. Y permite a tu viejo amigo que te lo señale, tienes una esposa encantadora y dos niños que necesitan de su marido y de su padre. En este sentido, te contaré lo que nos decía a veces el director de nuestra escuela primaria. Era muy, muy duro con nosotros, lo que nos impedía ver, sentir, que nos quería realmente. «La naturaleza tiene un gran libro donde inscribe minuciosamente todos los excesos que cometéis». Confieso que muchas veces esa sensata opinión, en el momento en que iba a olvidarla, me ha frenado. Así que trata de conservar blanca la página que te está reservada en el Gran Libro de la Naturaleza. […]

Hace ya bastante tiempo que no nos vemos... Antes de terminar, quiero decirte cuánto me hacen sufrir, como maestro laico que soy, los proyectos amenazadores que se urden contra nuestra escuela. Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar su verdad. Os he amado a todos y creo haber hecho todo lo posible por no manifestar mis ideas y no pesar sobre vuestras jóvenes inteligencias. Cuando se trataba de Dios (está en el programa), yo decía que algunos creen, otros no. Y que en la plenitud de sus derechos, cada uno hace lo que quiere. De la misma manera, en el capítulo de las religiones, me limitaba a señalar las que existen, y que profesaban todos aquellos que lo deseaban. A decir verdad, añadía que hay personas que no practican ninguna religión. Sé que esto no agrada a quienes quisieran hacer de los maestros unos viajantes de comercio de la religión, y para más precisión, de la religión católica. En la escuela primaria de Argel (instalada entonces en el parque Galland), mi padre, como mis compañeros, estaba obligado a ir a misa y a comulgar todos los domingos. Un día, harto de esta constricción ¡metió la hostia «consagrada» dentro de un libro de misa y lo cerró! El director de la escuela, informado del hecho, no vaciló en expulsarlo. Esto es lo que quieren los partidarios de una «Escuela Libre» (libre… de pensar como ellos). Temo que, dada la composición de la actual Cámara de Diputados, esta mala jugada dé buen resultado. Le Canard Enchaîné (periódico satírico) ha señalado que, en un departamento, unas cien clases de la escuela laica funcionan con el crucifijo colgado en la pared. Eso me parece un atentado abominable contra la conciencia de los niños. ¿Qué pasará dentro de un tiempo? Estas reflexiones me causan una profunda tristeza. […]

Recuerda que, aunque no escriba, pienso con frecuencia en todos vosotros. Mi señora y yo os abrazamos fuertemente a los cuatro. Afectuosamente, vuestro.

Germain Louis.

Llena de autenticidad y sentimiento, la carta de Louis Germain aborda los valores esenciales de la educación pública y laica: una educación que ha de mostrar a los alumnos el mundo no como algo acabado, cristalizado, sino como un universo de posibilidades abierto al descubrimiento, a la creación, a la realización personal; el deber de compensar y enfrentar la desigualdad social (la referencia al “niño pobre” que era Camus), el conocimiento personal y humano de los alumnos (“el pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y éstas se presentan constantemente”) y la tan necesaria libertad de pensamiento (“creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar su verdad”); libertad que – como indica el maestro- se encuentra en las antípodas de la mal llamada libertad de educación («libre… de pensar como ellos«).

Encontramos aquí ese territorio tan valioso de la literatura imperecedera. Recordándonos que, como expresara Kant, «el hombre es lo que la educación hace de él».

Bibliografía:

Camus, Albert (1997). El primer hombre. Barcelona. Círculo de Lectores.

Reverte, Javier. El hombre de las dos patrias. Tras la huellas de Albert Camus (2016). Barcelona. Ediciones B.

2 comentarios en “Camus-Germain. Cartas.

  1. «Lo que es realmente pintoresco es que por parte de los defensores de la privatización se hayan esgrimido argumentos tan ridículos como el de la libertad de los padres para escoger el centro donde educar a sus hijos. Es curioso que sea este campo donde se ha levantado insistentemente el estandarte de la libertad. Comprendo en cierta medida que en países de complicada trama confesional no se obligue a un niño de padres evangélicos a que se le eduque en una escuela budista; pero en España el argumento suena a hueco, a un hueco rellenado, en este caso, no solo por el confusionismo, sino también por el fanatismo de los intereses. Sorprende que los padres franceses, italianos y alemanes, de tradiciones tan liberales al menos como las nuestras, no se hayan dado cuenta todavía de que tienen una libertad por estrenar. Al parecer ya han renunciado a ella hace ya muchos años. No sería pues atrevido suponer que los padres españoles renunciarían de buen grado a esa singular libertad de la que por cierto siempre han disfrutado, con tal de que se les garantizase una buena enseñanza y unos buenos centros donde llevarla a cabo. Libertad de escoger centros donde educar a sus hijos que, si no me equivoco, ha estado un poco restringida a aquellas familias que podían pagar altas cuotas de entrada a fondo perdido, además de sumas mensuales en muchos casos escandalosas. ¡Libertad para escoger los centros de enseñanza! No puedo evitar aludir a la impresión que me produce un simple hecho anecdótico y secundario, pero detrás del que se esconde toda una mentalidad. La imagen de esas niñas o adolescentes , con uniformes marrones o azules, recorriendo las calles de las ciudades españolas camino de sus colegios. Es una imagen anacrónica, planetaria, de pedagogía ficción, insignificante en sí misma, sino fuese porque tiene el poder de simbolizar algo que trasciende el inocente campo de la indumentaria». Emilio LLedó. Sobre la Educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía. 2018. Taurus. Pág. 164.

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