El Gálata Capitolino: destruido pero no vencido.

Roma. Desde el Esquilino, donde estamos hospedados, nos dirigimos al Campidoglio. En Manzoni subimos a un tranvía con aire de otra época que nos acerca al Coliseo. Luego, por puro placer, correteamos. Una tarde lluviosa del mes de mayo. La participación de mi hijo en el XLIII Certamen Ciceronianum en Arpino hizo posible esta visita a los Museos Capitolinos.

Nos acordamos de ese gran viajero que fue Javier Reverte: Llego al pie del Capitolio, asciendo las escaleras, admiro el porte de Marco Aurelio a caballo y entro en los museos. Paso de un palacio a otro por la galería subterránea y voy contemplando las estatuas sin otro motivo que buscar la emoción. Y me detengo ante el Galo moribundo, un joven guerrero desnudo que agoniza sentado…

Teníamos numerosas referencias del Gálata. Pero había que conocerlo en persona. Sentir su presencia. Su silenciosa dignidad. La humanidad de ese mármol. Su actitud heroica inmortalizada en piedra. Recrear ante él los pensamientos que nos sugiere esta magnífica obra de arte.

La sala en la que se encuentra toma el nombre de la escultura central: Sala del Gladiador. El guerrero celta yace desnudo, semirreclinado sobre su escudo. Con gesto de dolor, apoya la mano derecha en el suelo. Su rostro contraído mira hacia abajo. La mano izquierda se abandona sobre la pierna derecha, flexionada y con el pie colocado bajo la pierna izquierda casi totalmente extendida. Bajo su pectoral derecho, la sangre brota copiosamente de una herida mortal, que él parece contemplar con una mezcla de resignación e incredulidad. La figura, representada con gran realismo, se caracteriza étnicamente por el bigote, el cabello con largos mechones desarreglados y el torques, adorno típico galo. La espada, el escudo ovalado y la trompeta curvada (el cornu) con su cuerda de suspensión, también están representados en la base.

La escultura está tallada y pulimentada en mármol, aparentemente a escala natural -si bien en la Antigüedad su metro noventa de estatura habría hecho del guerrero un verdadero gigante-. La obra debió de requerir un gran estudio previo por parte de su creador, a juzgar por la fidelidad anatómica y la tensión imprimida a la musculatura y las venas; así como en lo relativo a la flexión de brazos y piernas.

Tito Livio hacía notar que en ocasiones algunos guerreros de estos pueblos iban sin ropa al combate, lo que podría explicar su desnudez; de cualquier modo, era costumbre en la escultura griega representar desnudos a dioses y héroes.

La figura pertenece tal vez a la gran ofrenda que el rey Átalo I de Pérgamo quiso colocar a lo largo de la terraza del Templo de Atenea Nikephoros para celebrar sus victorias contra los gálatas. Este conjunto escultórico representaba el fin de la amenaza sobre Grecia de esta tribu nómada, exaltando indirectamente la superioridad de quienes los vencieron. Perteneciente a dicha ofrenda es también el conocido como grupo Ludovisi, actualmente en el Palacio Altemps, con el llamado Gálata suicida en la posición central.

La estatua fue redescubierta en Roma a principios del siglo XVII durante una excavación en los antiguos jardines de Salustio, en la Villa Ludovisi, una villa romana construida por encargo del cardenal Ludovico Ludovisi.

No es segura la datación de esta espléndida obra. En general, se admite que el mármol de los Museos Capitolinos es con mucha probabilidad una copia romana de época cesariana de un bronce helenístico de la escuela de Pérgamo, del 230-220 a. C., hoy perdido.

Durante mucho tiempo fue confundido con un gladiador. Recordemos la célebre descripción que sobre él hace Byron en el canto IV del poema narrativo «Las peregrinaciones de Childe Harold»:

«CXL. Viendo estoy al gladiador tendido delante de mí: con una mano sostiene todo el peso de su cuerpo; su frente varonil revela que está dispuesto a morir, pero que sabe sobreponerse al dolor; poco a poco va postrándose su desfallecida cabeza, y de de una herida que tiene abierta en el costado fluyen una a una las última gotas de su sangre, gotas pesadas como las primeras de una tormenta; luego la arena comienza a girar a su alrededor y finalmente expira antes de que cese el inhumano vocerío con que se aclama al menguado vencedor. CXLI. Lo escucha, pero con total indiferencia. Sus ojos, como su corazón, están ya en otra parte, muy lejos de allí. No le preocupan ni la vida ni el combate perdidos, sino su tosca choza a orillas del Danubio, allí donde andarían jugueteando sus pequeños bárbaros en torno de su madre«.

No fue hasta mediados del siglo XIX cuando el arqueólogo italiano Antonio Nibby lo identificó claramente como un guerrero celta, basándose en su corte de pelo y su bigote (poco habituales en la cultura grecolatina) y, sobre todo, por el torques, un adorno metálico muy extendido durante la Edad de bronce, cuyo uso se mantuvo después entre las tribus celtas hasta convertirse en uno de sus elementos distintivos.

Dotada de gran pathos -esa capacidad para despertar la emoción en quien la contempla-, la calidad artística y la fuerza de la expresión que caracterizan la figura fascinó a eruditos y literatos de los siglos XVII y XVIII. Independientemente de la identidad del protagonista, se convirtió pronto en una escultura de culto, realizándose desde entonces numerosas copias.

Uno no acaba de creer que un hombre así, con esa fortaleza, con la templada resistencia que inspira, pueda estar muriendo y, cuando lo asumes, no dejas de reconocer la dignidad con la que afronta la catástrofe. Su soberana conquista de la agonía. Un hombre que no teme ni siquiera a la muerte y que sabe convertir todo el peso de la gran sombra en un legado de dignidad. Porque una cosa es destrucción y otra derrota. Porque un hombre puede ser destruido pero no vencido, para expresarlo con las palabras que Hemingway utilizara en su novela El viejo y el mar. Esta idea, que pugna por rescatar la dignidad humana en los momentos más duros de la vida, incluso en el momento mismo de la muerte, explica por qué el Gálata se ha convertido en símbolo del invicto, en símbolo del alma humana inconquistable.

En su impresionante agonía congelada, que se muestra a los conmovidos testigos de su muerte, podemos imaginar un corazón que late todavía. Imaginar algo de lo que imaginó Byron. Dar vida a sus sentimientos postreros, sagrados. Empatizar con él. Ponernos, hasta donde es posible, en su lugar. Y alegrarnos de que el Galo conserve esa dignidad con la que muere y seguirá muriendo, como lleva haciéndolo ya más de dos mil años. Dignidad que querríamos para nosotros.

En una preciosa primavera italiana; con los prados salpicados de orquídeas, gladiolos y ciclámenes silvestres.

Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
agradezco a cualquier dios que pudiera existir
por mi alma inconquistable.

En las feroces garras de la circunstancia
ni he gemido ni he gritado.
Bajo los golpes del destino
mi cabeza sangra, pero no se inclina
.

Más allá de este lugar de ira y lágrimas
donde habita el horror de la sombra, la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino:
soy el capitán de mi alma.

«Invictus». William Ernest Henley

Bibliografía.

Byron, George Gordon. Las peregrinaciones de Childe Harold. Madrid. 1983.

Reverte, Javier. Un otoño romano. Barcelona. 2015.

VV.AA. Museos Capitolinos. Guía. Roma. 2023.

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