Momentos felices. Gabriel Celaya.

Mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿No es esto ser feliz pese a la muerte?

El poema Momentos Felices pertenece al libro De claro en claro, publicado en 1956. Fue escrito en un año decisivo en la vida de Gabriel Celaya: el año de la ruptura con el mundo en que vivía, el año de volver a empezar. Es el hombre que renuncia a los disfraces y se sienta, riendo, en la cuneta. Son momentos de alegría desesperada. Es el corazón, dado por muerto, que declara: sé que el amor existe. Amparo.

Pese a las mil desgracias,
puedo, de claro en claro, salvar unos momentos,
y afirmarme en la tierra, y escribir unos versos
conductores de vida para todos los hombres
y exaltar, pensativo, los perpetuos comienzos.

Gracias, Gabriel, por recordarnos dónde encontrar esos pequeños tesoros: en la renuncia al peso muerto de nuestro terco pasado, en la conversación con el amigo dichoso, en los amaneceres no expropiados que nos regalamos a nosotros mismos, en el refugio del arte levantado frente a la lucha de los muertos o en el sentimiento de los otros que hacemos nuestro. En definitiva, en el prodigio del bien vivido instante.

Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido,
engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?

Cuando salgo a la calle silbando alegremente
-el pitillo en los labios, el alma disponible-
y les hablo a los niños o me voy con la nubes,
Mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que se siente?

Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro -sé que todo es fiado-,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizás burlando así la muerte,
¿no es la felicidad lo que trasciende?

Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: Las aves
trinan su algarabía pagana lindamente;
y debo levantarme pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la felicidad lo que amanece?

Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?

Cuando puedo decir: El día ha terminado.
Y con el día digo su tra
jín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado
, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio
,
sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
¿No es la felicidad lo que me envuelve?

Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿ no es la felicidad lo que me vence?

Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?

Bibliografía:

Celaya, Gabriel (1977). De claro en claro. Madrid. Turner.

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