Los crisantemos, de John Steinbeck

José Andrés Martínez García

Crisantemos

Como lector, no se puede sino agradecer la exquisita edición que Nórdica realiza del cuento de John Steinbeck Los crisantemos. Bellamente ilustrado, es un buen ejemplo de la larga vida que le espera al libro en papel, a pesar del escenario apocalíptico que algunos le auguran con los nuevos soportes electrónicos.

Situada dentro del realismo social americano, la obra literaria de Steinbeck incluye alguno de estos relatos breves que cautivan por su concisión y estudiada simplicidad. Quien fuera autor de grandes novelas, como Las uvas de la ira, Al este del edén o De ratones y hombres, lo es también de cuentos o novelas cortas como El poni rojo o La perla.

Los crisantemos es un texto cargado de sutil simbolismo que sirve para abordar el mundo de la mujer y su papel en la sociedad. La trama es sencilla pero intensa y, a la vez, llena de delicadeza. Nos presenta unas horas en la vida de Elisa Allen, una persona vital, apasionada y con sensibilidad, que vive y trabaja en el rancho que tiene junto a su marido Henry.

Así la describe Steinbeck:

“Tenía treinta y cinco años, el rostro enjuto y fuerte y los ojos claros como el agua. El atuendo de jardinera parecía ocultar y engrosar su figura:  sombrero negro de hombre encasquetado casi hasta las cejas, zapatones, un vestido estampado que apenas se veía debajo del delantal de pana grande con cuatro bolsillos para las tijeras, el desplantador y el raspador, los esquejes y el cuchillo con que trabajaba”.

Henry se encarga de las tareas más duras y de los negocios de la granja mientras su esposa, protagonista del relato, cuida con devoción del jardín, especialmente de esos crisantemos blancos y amarillos, “enormes, hermosos”.

Puede decirse que la mujer se ocupa de tareas secundarias; de alguna manera se entretiene con sus crisantemos. Y, aunque se hace merecedora de justas palabras de elogio por parte de su marido, estas encierran también cierto reproche:

“-Otra vez dale que te pego –dijo él-. Tienes una buena cosecha en perspectiva.

Elisa enderezó la espalda y volvió a poner el guante.

-Sí. Serán fuertes este próximo año- dijo ella, con cierta presunción en el tono y en el gesto.

-Tienes un don especial- comentó Henry-. Algunos crisantemos amarillos de este año hacían un palmo de diámetro. Ojalá trabajaras en el huerto y consiguieras manzanas tan grandes”.

Henry ha vendido treinta novillos. Para celebrarlo propone a Elisa salir a cenar a la ciudad y luego ir al cine. Aunque también hay un combate de boxeo, no parece un espectáculo adecuado para mujeres. Su propuesta es la de un marido bueno y obsequioso y es recibida con agrado por Elisa. Al fin y al cabo, su única forma de escapar de la rutina diaria un sábado por la noche.

Mientras espera a que Henry vuelva a casa y se arregle para la cena, aparece un hojalatero ambulante con su carromato. Un hombre alto, corpulento y mal vestido, que vagabundea por los caminos y se gana la vida arreglando cacerolas y afilando cuchillos.

El hojalatero, de aspecto descuidado, “tenía los ojos oscuros, llenos de la melancolía que impregna la mirada de los cocheros y los marineros”.

Inicialmente Elisa muestra una actitud de rechazo hacia él: no tenía ni cacerolas ni cuchillos que arreglar y, desde luego, no iba a gastar dinero en algo que no necesitaba.

Pero su actitud cambia al preguntarle el hombre por sus crisantemos, con un interés lleno de adulación. Él finge valorar la belleza de las flores que ella cultiva y le propone que comparta algunas de sus plantas selectas con una señora a la que dice conocer y que vive “más adelante, siguiendo la carretera”.

“- ¡Vaya! –dijo él-. Entonces supongo que no podré llevarle ninguno.

– ¡Pues claro que puede! – exclamó Elisa-. Puedo colocar algunos en arena húmeda y puede llevárselos usted. Arraigarán en la maceta si los mantiene húmedos. Y luego ella puede trasplantarlos.

– Le gustaría mucho tener algunos, desde luego, señora. Y ¿dice usted que son bonitos?

– Preciosos. Sí, preciosos –dijo ella-. Le brillaban los ojos.”

Entusiasmada, le explica con todo detalle cómo realizar el trasplante y cómo tratar los capullos. Se siente escuchada. Valorada. Comprendida. Y en la conversación con él va a descubrir algo sobre sí misma, sobre las posibilidades de vivir una vida diferente, de escapar a su destino como mujer, pero también a su destino social.

“-Yo nunca he vivido como vive usted, pero sé lo que quiere decir. Cuando la noche es oscura…, bueno, las estrellas brillan intensamente y todo es silencio. Y bueno, ¡te elevas cada vez más! Y cada estrella te traspasa. Es así. Ardiente e intenso y… maravilloso”.

Pero cuando el hojalatero le hace notar la dureza de su trabajo y que, en ocasiones, no hay nada para la cena, se siente un poco avergonzada. Es cierto, la vida que lleva este hombre no es precisamente envidiable, tampoco es un tipo de vida socialmente admisible para una mujer. Sin embargo, evoca la libertad. Eso precisamente es lo que atrae a Elisa y le hace reflexionar.

Además, ella también sería capaz de arreglar cazuelas o afilar tijeras:

“- Tiene que ser muy agradable. Ojalá las mujeres pudieran hacer cosas así”.

Finalmente el hojalatero consigue lo único que quiere: que le encargue un trabajo y cobrar por él sus cincuenta centavos.

Y cuando el hombre se marcha con su carromato, Elisa lo observa. Se sorprende a sí misma viéndolo desaparecer en medio de lo que imagina un resplandor luminoso, como un símbolo de liberación.

Se está haciendo tarde, así que corre a prepararse. Casi lo había olvidado. Van a salir. Y su marido está a punto de llegar. Se baña a conciencia. Se pone guapa. Con esmero. Como se espera de ella.

Henry aparece por fin, completamente ajeno a su experiencia, a sus pensamientos. Es la vuelta a la realidad. No le cuenta nada de lo ocurrido, no le habla de la visita del hojalatero. No lo entendería. Será su secreto, un secreto de libertad que, aunque irrealizable, la alimenta interiormente.

Él dice encontrarla “guapa”, “distinta” y “fuerte”; y ella le contesta que “nunca había sabido lo fuerte que era hasta ese momento”. Porque se ve capaz, acaso por vez primera, de vivir una vida diferente o, al menos, de soñarla.

Al abandonar la granja en su pequeño coche camino de la ciudad, Elisa ve una mancha oscura a lo lejos en la carretera y sabe inmediatamente lo que es: al hojalatero le faltó tiempo para deshacerse de sus crisantemos.

“Procuró no mirar cuando pasaron, pero sus ojos no la obedecieron. Susurró para sí con tristeza: Podría haberlos tirado fuera de la carretera. No le habría costado mucho hacerlo, desde luego. Pero se quedó la maceta –alegó-. Tenía que quedarse la maceta. Por eso no podía tirarlos fuera de la carretera”.

La realidad social, esa destructora de sueños, ejerce una tiranía difícil de enfrentar. Decepcionada, optará por disfrutar del único aliciente posible más allá del rutinario trabajo en la granja: una cena fuera de casa. ¡Incluso podrá beber vino! Después de todo no es un mal plan.

El último párrafo del cuento es de una tristeza desgarradora:

“Se subió el cuello del abrigo para que él no viera que estaba llorando débilmente: como una mujer vieja”.

Sin esperanza. Con su aspiración a ser mujer y persona de otra manera, con el deseo de una vida más plena ahogado por la realidad. Resignada. Mutilada. Envejecida.

Bibliografía:

  • Steinbeck, John. (2016). Los crisantemos. Madrid: Nórdica Libros.

Cómo citar el artículo:

Martínez García, J.A. (2016). Los crisantemos, de John Steinbeck. Criterios. León. Disponible en: http://xurl.es/rmj3w

Un comentario en “Los crisantemos, de John Steinbeck

  1. Una edición deliciosa de un clásico. Gracias a la editorial. Y gracias a tí, José Andrés, por compartirlo. Un ejemplo de que para un buen escritor no hay «obras menores». He disfrutado mucho con la lectura de Los Crisantemos y estoy de acuerdo con el análisis que haces, profundo y certero. Has captado claramente los sentimientos de los personajes de Steinbeck.
    A destacar, además, las delicadas ilustraciones que dan un valor estético a este precioso libro. ¡Chapeau!

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